Baltasar Gracián |
Me acerqué a
este gran escritor pensando encontrar un buen tratadista en la formación de
gobernantes, y sufrí gran decepción: su prudencialismo
táctico –típico del Barroco español- no pasa de consejos para cortesanos.
Pero CIVILITAS prosigue su indagación universal buscando nuevas fuentes de
inspiración –también históricas y literarias- para nuestra tarea de ayudar a
formar mejor a los jóvenes en su futura función de gobierno, con la esperanza
que un día dirijan los mejores a nuestra sociedad y superemos la generalizada
decadencia y desprestigio de la política
Siempre hay cierta arbitrariedad
en la clasificación y delimitación de diferentes etapas históricas, sin ir más
lejos podemos recordar el inacabado debate sobre la denominación y real
existencia de la “Edad Media”. Sin embargo, la peculiar decadencia del
optimista espíritu renacentista que deriva en el ambiente de desengaño en el Barroco
―particularmente en España― parece estar fuera de discusión. El pensamiento y
la acción política concuerdan bajo los reinados de Felipe III, Felipe IV y
Carlos II con ese espíritu, tan bien reflejado en la literatura de la época. En
el Renacimiento aún se confiaba en la capacidad humana de mejorar la sociedad.
En el período barroco, al Absolutismo monárquico se añaden crisis
económico-sociales que producen un clima de desengaño en los espíritus y de
escepticismo en las posibilidades de la política para remediar los males de las
mayorías sociales. Es posible que el contraste entre la categoría de
gobernantes como los Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II por un lado, y los
siguientes reyes por otro, haya influido
en ese desánimo. La política deja de ser una actividad que se escriba con
mayúsculas, deviniendo en las minúsculas de la política cortesana. No debe
olvidarse que entre otras muchas variables que influyen en el espíritu de la
época, no serán ajenas en la vida política la publicación de El Príncipe ―escrito en prisión en 1513
y publicado póstumamente en 1531―y los Seis
libros de la República de Jean Bodin, que vieron la luz en 1576. En España
la guerra en Cataluña de 1654 parece que también contribuyó a quebrantar los
ánimos.
Cierto pragmatismo, y aún
mecanicismo aplicado a las conductas, termina cuajando en un prudencialismo
táctico del que Baltasar Gracián será el más destacado representante. Ello
termina llevándolo ―según Aurora Egido, recientemente incorporada a la Real
Academia de la Lengua― a ser un post-moderno avant la lettre, y en esto
consiste parte de la gracia de Gracián.
La prudencia en él se convertirá en arte, ya no en virtud. Maquiavelistas y
tacitistas sostendrán que ahora “interesa más que la virtud de hacer el bien,
el arte de hacer bien algo”. El desencanto ―y a veces cierta mordacidad
escéptica― que se trasluce en alguien que debería estar consagrado a lo
espiritual y a la enseñanza de la moral, como en el caso de este religioso
jesuita, evoca al Libro del Eclesiastés, en donde el rey Quoéleth, supuestamente
sabio y por eso se piensa que podría tratarse de Salomón, casi se regocija en afirmaciones
desconcertantes por encontrarse en un libro sagrado: una sabiduría desengañada,
donde todo es motivo de desconfianza, quedando como único consuelo disfrutar
con fruición del momento presente, de la juventud, de la buena comida y bebida.
Quién es un buen político para Gracián
Fue notable el éxito de este aragonés ya en su propio tiempo. Desde entonces
hasta ahora no ha dejado de escribirse sobre él en variadas lenguas, incluso se
sostiene que en alemán más aún que en su castellano natal. Schopenhauer tradujo
el Oráculo Manual, y se dice que aprendió
español para poder leer directamente a Gracián. En nuestros días y en nuestro
idioma tiene algo de reconfortante comprobar que los mejores especialistas en
este singular escritor son paisanos suyos aragoneses o han trabajado en torno a
la fundación Fernando El Católico de
la Diputación de Aragón: Elena Cantarino, Emilio Blanco, Aurora Egido…, allí
está el fulcro en el que se están fraguando los mejores estudios y
publicaciones sobre el natural de Belmonte, hoy rebautizado como Belmonte de
Gracián.
Después de su debut con El Héroe en 1637, en donde propugna la
novedad de extender al vulgo las cualidades regias, su segundo libro es El Político―publicado en 1640, aún bajo
el seudónimo de su hermano Lorenzo― y está dedicado a reseñar admirativamente
en su mismo título la labor gubernativa del rey Fernando. En este año de 2016
con tantos aniversarios de centenarios, también se recuerda el V centenario de
la muerte en Madrigalejo ―el 23 de enero de 1516― de quien fuera rey de Aragón
entre 1479 y 1516; rey de Castilla como Fernando V entre 1474 y 1504; rey de
Sicilia (1468-1516) y rey de Nápoles como Fernando III entre 1504 y 1516.
Quizás esta efeméride pueda servir de disculpa para detenerse hoy un poco en
esta obra gracianesca; aunque adelanto mi opinión de que la titulación y tema
de El Político puede inducir al error
de pensar que el célebre escritor jesuita es un tratadista sobre filosofía
política y ciencia del buen gobierno, cuando en realidad si se encuadra en el
conjunto de toda su opera omnia, no
nos encontraremos con una concepción de la Política con mayúscula ―como estamos
acostumbrados a hallar en tantos clásicos de la Antigüedad― sino con la
minúscula de la política cortesana del Barroco.
No vamos a encontrar en toda su
obra ―con la excepción quizás de El
Comulgatorio, escrito probablemente con una intención no del todo clara―
una concepción de la ética homologable con la aristotélica, ciceroniana o
senequista, y mucho menos tomista, si no con una idea de la moral que deviene
con facilidad en moralismo, y a la postre hasta en moralina. Si bien es cierto
que en su gran novela alegórica El
Criticón ―anticipatoria en variados sentidos de géneros literarios
posteriores― hay una finalidad moral, aunque a mi limitado entender de no muy
elevado fuste. Así, concluye:
“Lo que vieron allí, lo mucho que lograron,
quien quisiera saberlo y experimentarlo, tome el rumbo de la virtud insigne,
del valor heroico, y llegará a parar al teatro de la fama, al trono de la
estimación y al centro de la inmortalidad”.
El pretendido realismo
pragmatista, combinado con cierto mecanicismo, busca configurar y mostrar a sus
lectores al supuesto hombre de éxito, con fama de prudente, discreto, oportuno,
ocurrente, brillante socialmente, condiciones imprescindibles para lograr
prestigio y autoridad humana en la Corte. El honor, la fama y el decoro serán
mostrencos pero no expresión de una vida interior rica, profunda y equilibrada.
La generosidad es aparente, todo es táctica, todo está en función más del
aparecer que del ser. Habrá que leer a Gracián sabiendo descodificar los
conceptos sobre moralidad heredados de la tradición clásica y medieval,
interpretándolos ahora en una clave mucho más terrena y casi frívola.
Hacia el fin de la Edad Media se
produjo el debate sobre la naturaleza de la prudencia: ¿es virtud ―como se
venía interpretando hasta entonces― o hay que entenderla como un arte? Para el
antiguo vecino bilbilitano está claro que hay que inclinarse por esta segunda
opción. No está lejos de su coterráneo Marcial, a quien parece querer remedar
en sus aforismos los célebres Epigramas escritos
y publicados hacia el fin del siglo primero de nuestra era.
En su debut literario con El Héroe, Gracián anuncia que quiere
componer “una brújula de marear a la excelencia”, es decir, una guía para que
el hombre común pueda llegar a ser excelente. En El Político Fernando el Católico, nuestro autor encuentra todas las
cualidades del buen estadista en el rey aragonés; para él, el mejor gobernante
de la historia. Un libro es continuación y complemento del otro; en realidad
casi toda su obra está encadenada en una unidad de intención. Pero en éste no
encontramos un tratado sobre el buen estadista y la buena política, sino más
bien un panegírico al estilo de Plinio el Joven. Aunque en el contexto del
momento ―sublevación de Cataluña y Portugal― se comprende su espíritu crítico
ante la aberrante política de los gobernantes de su tiempo, y la necesidad de
presentar un modelo de imitación al actual rey Felipe IV y principalmente a su
valido, el Conde-Duque de Olivares.
Este breve tratado se consuma en
una extensa dedicatoria al Duque de Nochera, príncipe italiano y virrey de
Aragón, de quien fue confesor y protegido. La exaltación de Fernando II de
Aragón va acompañada de un impresionante bagaje de conocimientos históricos
sobre gobernantes de los tiempos más remotos de la Antigüedad clásica, hasta
los antecedentes más próximos a Fernando. Es un repaso a la historia europea
que refleja la sólida preparación cultural, histórica y literaria del religioso
aragonés. El método es ir citando la galería de personajes como patrón de
contraste con el protagonista de El
Político.
Las citas explícitas o implícitas
de autores clásicos como Jenofonte, Platón, Tácito, Séneca y Plutarco son
abundantes, pero el género encomiástico más una intención muy diferente a la de
los autores citados, le impide aprovechar esta oportunidad para elaborar un
tratado de pedagogía moral y política ―como podría ser esperable en un hombre
de su condición― a pesar del abundantísimo material del que dispone. Como en
todos sus escritos el lector se deleita con su estilo, su ritmo, su erudición y
su agudeza, pero conceptualmente el enriquecimiento es pobre, al menos desde el
punto de vista estrictamente filosófico-político. Aunque estimo que un repaso
tan denso en personajes y situaciones históricas ―si bien a veces con
interpretaciones discutibles― brinda una gran ayuda para extraer conclusiones
interesantes. No deja de tener siempre razón Tácito cuando afirma que de la
historia siempre se aprende, también ciencia política.
En una ocasión pregunté al
maestro don Álvaro d´Ors cuáles pensaba que eran las características
principales de un buen gobernante. Me contestó lacónicamente: “una sola, la
prudencia para elegir buenos asesores y colaboradores”. No es el momento de
discutirlo, pero Gracián lo dice sobre Fernando: a sus ministros y consejeros
tuvo “la prudencia de saberlos escoger, o la ciencia de saberlos hacer”.
No Política, sino política, en toda su obra
De todas formas, a mi modo de ver, la lectura
de la opera omnia de Baltasar Gracián
produce un gran deleite, enseña a hablar y escribir de modo certero, preciso,
agudo, con mucha concentración de sentido, como es propio de un conceptismo que
huye del gongorismo de entonces. Pero late el espíritu de desengaño de su época,
el escepticismo y la relativización de valores hasta entonces respetados.
Divierte pero casi duele su ironía y sarcasmo. Es un profesor de moral que no
enseña moral en sus brillantes y tan pulidos y trabajados escritos. Es más,
manipula los valores morales en busca del éxito social. No debe sorprender que
desconcertara y pusiera en guardia a sus superiores en la Compañía: trasluce
una vocación literaria muy intensa, pero desconectada de su condición
religiosa.
La posición desde la que parte
es: “me he dedicado a observar a los hombres, sobre todo en su comportamiento
social; he conocido y tratado grandes hombres, por tanto: compórtate como yo te
digo y lograrás el éxito social, que es lo que más importa”. Incluso lograr
posiciones de poder servirá para satisfacción propia, y para tener más
ocasiones de brillar y agradar, sin hacer nunca una referencia a la oportunidad
de servir desde la altura. Se advierte fácilmente que una propuesta de esta
naturaleza en persona tan bien formada e inteligente tiene que proceder de una
actitud desengañada, de ahí que más arriba hiciéramos una relación con el autor
o relator del Libro de Qohélet.
Su prudencialismo táctico y
conceptista, con el uso polisémico y aforístico, condice muy bien con un
consejo de Plutarco a los reyes pero que él aplica a todo y sin citar al autor
de la idea: dejar al lector con hambre de más, no prodigarse, darse y a la vez
guardarse, así crecerá la estima y el deseo. En los trescientos aforismos o
máximas que componen su Oráculo Manual y
Arte de la Prudencia, logra magistralmente ese efecto. A la vez denuncian
veladamente el fondo de sus intenciones, reseñadas anteriormente; espigamos
aquí solamente media docena de sus consejos, pero significativos como una
mínima muestra de sus consejos:
“No es necio el que hace
una necedad, si no el que una vez hecha no la sabe encubrir”. Confirma que para
él lo importante es lo aparente, lo mostrenco.
“Empezar con la
conveniencia ajena para salirse con la suya”. ¿Y la lealtad?
“No acompañarse nunca de
alguien que te pueda deslucir”. Los mediocres siempre lo han hecho.
“Saber valerse de los
amigos”. El éxito social sirve para tener amigos que luego te puedan ayudar.
“Más vale no errar una
vez que acertar cien veces”. Lo importante es quedar siempre bien ante los
demás; el qué dirán, el prestigio, palabra peligrosa, de doble filo, que ha
hecho tanto mal…
“Hacer, aparecer, quedar
bien, pero no decirlo tú, sino lograr que lo digan los demás para no quedar
como pedante”. El cortesano es experto en manipulación.
“Como existe el peligro
de la envidia, para neutralizarla saber dejar ver tus defectos dulces, amables, no los más reales”. Todo es actuación
ante un teatro mundano.
“No ser de cristal en el
trato con los demás”. ¿La sinceridad no es una virtud?
Y quizás el más típico
de sus consejos, que debe llevar a estar siempre en guardia, saber disimular:
“Que nadie pueda nunca medir tu caudal”.
Nos quejamos del poco valor humano y ético
de muchos políticos de nuestro tiempo, pero por lo visto no es difícil
encontrar antecedentes del daño que puede hacer al bien común no comprender la
misión de servicio a los demás que tiene no sólo la vida política, sino también
cualquier puesto de dirección en las organizaciones humanas. Se advierte que el
amor propio, el afán de quedar bien y agradar, el poder figurar, el sentir que
se tiene al menos algo de poder, la auto-afirmación quizás a veces como
superación de la propia inseguridad y un larguísimo etcétera de debilidades
humanas, aconseja estar siempre vigilantes respecto a la rectitud de nuestras
intenciones.
Puede parecer un tópico ya demasiado
manido en programas como el del Instituto
de Empresa y Humanismo, repetir e insistir que hay que saber para quizás
subir y así poder servir mejor, acentuando el efecto multiplicativo de las
personas de bien que además están bien
formadas. Pero ya se ve que incluso personajes tan brillantes como Baltasar
Gracián, dedicados en principio a la enseñanza de la Moral y entregados al
servicio de Dios y los demás, pueden adolecer de errores de enfoque y de faltas
de rectitud de fondo; siempre según sus mismas palabras y consejos (de internis necque…). ¡Qué peligrosa es
la palabra prestigio, a cuántos
abusos y deformaciones inconfesas ―y a veces inconscientes― puede prestarse!
Personas que se creen virtuosas, y que quizás hasta enseñan Tras la virtud de Macinthyre, pueden
casi inocentemente caer en ese típico pecado de vanidad de quienes se creen
“intelectuales” en una búsqueda patética del propio yo, pisando las cabezas de
los demás para subir…, ¿a dónde? Aquí sí que habrá que citar a Ortega una vez
más: “la vanidad es un residuo de infantilismo en la madurez”. ¿A dónde? A una
regresión inesperada hacia atrás después de tanto haber querido avanzar en el
camino de la virtud y el espíritu de servicio. Por tanto, sí, a nuestros
alumnos hay que seguir insistiendo sin cansancio y sin pretensiones de
originalidad:
Saber para subir, pero subir para servir mejor.
Ricardo Rovira Reich, presidente de CIVILITAS-EUROPA, agosto de 2016
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