Sobre la libertad y el hecho de que el cargo se puede imponer sobre el
hombre y, por ende, el cargo hace al hombre, y no al revés, condicionando
insanamente su comportamiento.
Ha sido habitual recordar el mito de Antígona para afirmar
la libertad del individuo frente a las exigencias del despotismo. Los griegos
se quedaron ahí, nunca lograron llegar al concepto de persona, de raíz ya
cristiana. Desde esta nueva perspectiva Antígona ha sido reinterpretada siendo mucho
más: no será solo imagen de la libertad, sino el reconocimiento de las raíces
inextinguibles de la persona, de su vinculación a unas creencias, de su inserción
en lo más profundo de una cultura. Antígona no lucha ni muere por su rebeldía,
sino por su sumisión a códigos más altos que los de la autoridad. No defiende
una libertad abstracta frente al poder, sino una lealtad a valores que se consideran
supremos porque son los de siempre, los que le vinculan a los mandatos de los
dioses, los que le dan un sentido moral, los que impulsan un orden anterior a
la legitimidad temporal de la voluntad de un tirano; los Creonte de todos los
tiempos que —debe reconocerse— están obligados a defender el principio de
autoridad y orden en la sociedad. Pero frente a la norma de un gobierno,
existen las leyes profundas de la tradición, en las que se ha fundamentado el concepto mismo de religión para un griego de los de
entonces: vínculo, trama, atadura que da significado a la propia vida en un
sistema de justicia primordial en el que todo ha sido dispuesto.