El corazón, tarde o
temprano puede fallar. Si contamos con una buena formación doctrinal,
las fallas del corazón, las suplirá la razón.
También puede ocurrir que ante una injusticia que clama al cielo, el corazón llegue a sentir odio. Esto se ve muy a menudo en las redes sociales. En esos casos, sólo la razón podrá rescatarnos del abismo, ayudarnos a dominar nuestros instintos y llevarnos a entender por qué el odio, nunca es la respuesta. Del otro lado, ante la misma injusticia, sólo quien tenga un corazón a la medida del corazón de Jesucristo, podrá enfrentarse sin odio, sin rencor, con entrañas de misericordia, ante la debilidad humana. Desde que Dios es, al mismo tiempo, infinitamente justo e infinitamente misericordioso, la justicia no está reñida con la misericordia. Así lo demostró San Juan Pablo II cuando visitó y perdonó a Alí Agca, el hombre que intentó asesinarlo.
Álvaro Fernández Texeira Nunes
Dios, en su infinita bondad, creó muchas
realidades complementarias: entre ellas, la mente para razonar y el
“corazón” para sentir. Si bien son realidades llamadas a alcanzar un
equilibrio, lograrlo no siempre resulta fácil.
Tiempo hubo en que los hombres, tras el
paulatino alejamiento de Dios, llegaron a endiosar la razón. Pero fue
tal la frialdad y la rigidez de la Ilustración, que la reacción
contraria no se hizo esperar: así nació el Romanticismo, que llevó a
endiosar los sentimientos. Más tarde, ideologías como el liberalismo, el
marxismo y el relativismo, se encargaron, de distintos modos, de que el
hombre llegara a creer que es imposible conocer verdades objetivas.
Hasta que llegó la posmodernidad, y reflotó el sentimentalismo.
En el siglo VI, Boecio definía la persona como una “sustancia individual de naturaleza racional”. Hoy, un Boecio posmoderno, bien podría definirla como “sustancia individual de naturaleza sentimental”:
tal es el peso de los sentimientos, del corazón y las pasiones –en
detrimento de la razón- en nuestra cultura actual. Hoy, se podría decir
que mientras la razón se usa para trabajar, el corazón se usa para
vivir; porque fuera del ámbito profesional, parecería que todo el mundo
se rige más por lo que siente que por lo que sabe. En un mundo que tanto
presume de sus avances, el equilibrio entre razón y corazón, vuelve a
ser esquivo. Y esto puede tener dos causas: o se valoran demasiado los
sentimientos, o se valora demasiado poco el conocimiento. También en
materia de fe.
El problema es que ni la razón, ni el
corazón, alcanzan por sí solos para manejarse en la familia, en los
estudios, en el trabajo, en la sociedad, en la cultura… o en la vida
espiritual. Si en nuestra relación con Dios nos guiamos sólo por sólo
por los sentimientos, o sólo por la razón, difícilmente podremos
perseverar en su amor. Es necesario amar a Dios con el corazón y con la
inteligencia, ante todo porque él nos lo mandó: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt. 22, 37). Y además, porque como dice San Agustín, “no es posible, en verdad, amar una cosa sin conocerla”. Por tanto, si no procuramos conocer a Dios, a Jesús, a la Virgen, a la Iglesia… ¿Cuánto vale nuestro amor?
¿Cómo amar a Dios con la mente, como
conocerlo? Procurando adquirir la mejor formación doctrinal posible, de
acuerdo a nuestras circunstancias. Esforzándonos por aprender y
comprender lo que desde el fondo de la Historia, viene enseñando el
Magisterio de la Iglesia. Estudiando el Catecismo de la Iglesia
Católica. Leyendo las Sagradas Escrituras y obras de autores piadosos,
desde San Juan de la Cruz a Chesterton; desde Santa Teresa a Santa
Catalina de Siena; desde Santo Tomás de Aquino –¡el filósofo más grande
de todos los tiempos!- a Benedicto XVI. Y por supuesto,
interiorizándonos de las encíclicas de los papas, de los documentos de
los Concilios…
No todos estamos llamados a ser teólogos;
pero tampoco es razonable llegar a los 40 años, con el mismo nivel de
formación catequética que un niño que acaba de tomar su Primera
Comunión. Así como nos vamos formando profesionalmente a medida que
maduramos, para enfrentar la vida laboral, también es necesario
formarnos para fortalecer nuestra vida espiritual. Sobre todo porque en
ella, uno nunca se estanca: en la vida espiritual, el que no avanza,
retrocede…
Además, sabemos por experiencia que el
corazón, tarde o temprano puede fallar. Si contamos con una buena
formación doctrinal, las fallas del corazón, las suplirá la razón. Y
viceversa. Por ejemplo, si nos guiamos sólo por el sentimiento, y un
domingo no tenemos ganas de ir a Misa, cederemos fácilmente a la pereza.
Pero si tenemos una conciencia bien formada, aunque no tengamos ganas,
encontraremos razones para vencer la tentación y asistir a la Santa
Misa. Que es lo que Dios quiere…: ¡Él quiere encontrarse con sus hijos!
También puede ocurrir que ante una injusticia que clama al cielo, el corazón llegue a sentir odio. Esto se ve muy a menudo en las redes sociales. En esos casos, sólo la razón podrá rescatarnos del abismo, ayudarnos a dominar nuestros instintos y llevarnos a entender por qué el odio, nunca es la respuesta. Del otro lado, ante la misma injusticia, sólo quien tenga un corazón a la medida del corazón de Jesucristo, podrá enfrentarse sin odio, sin rencor, con entrañas de misericordia, ante la debilidad humana. Desde que Dios es, al mismo tiempo, infinitamente justo e infinitamente misericordioso, la justicia no está reñida con la misericordia. Así lo demostró San Juan Pablo II cuando visitó y perdonó a Alí Agca, el hombre que intentó asesinarlo.
Urge por tanto, que los cristianos de
nuestro tiempo, sepamos dar razón de nuestra fe. Urge que hagamos un
esfuerzo por enraizar nuestras convicciones en la tierra fértil de las
Sagradas Escrituras, de la Tradición y del Magisterio. Como dice la
letra de “Santa Marta”: “árbol sin raíces no aguanta parado ningún temporal”.
Sólo mediante una profundización en la
doctrina, los cristianos de hoy podremos permanecer firmes ante el
huracán del relativismo. Sólo si procuramos dar tanta importancia a la
razón como a los sentimientos, podremos alcanzar, con la gracia de Dios,
el equilibrio deseado por Él para nuestra vida espiritual, para nuestra
vida familiar, para nuestra vida laboral y para nuestra vida social. Y
sólo si procuramos alcanzar ese equilibrio, podremos dar gloria a Dios y
ser sal y luz para nuestros hermanos.
Álvaro Fernández Texeira Nunes
No hay comentarios:
Publicar un comentario