Todavía hoy cuando oímos hablar
de tolerancia, pensamos en la actitud respetuosa frente a formas de
comportamiento o ideas que no cuadran con la “moral tradicional”
supuestamente hegemónica, impuesta con el apoyo de las instituciones.
Pero la realidad es que el sentido común moral de nuestras sociedades ha
dado un vuelco, y ha surgido una nueva forma de ortodoxia hegemónica,
en particular en materia “de género”. Por eso la pregunta sobre si somos
tolerantes o no, debería hacerse en ambas direcciones. Es decir,
deberíamos preguntarnos también si quienes defienden la nueva visión
mayoritaria sobre la moral respetan modos de comportarse e ideas que no
son las suyas. Porque a la vista de los hechos, parece que la cultura
liberal ha pasado de ser una cultura de la tolerancia a estar centrada
en el “compliance”.
En su última formulación, la del liberalismo político del
gran John Rawls, la idea de la tolerancia implica que debemos ser
capaces de distinguir dos planos en la convivencia política: el de las
instituciones comunes de justicia, y el de las visiones particulares de
la vida. Las instituciones básicas las debemos apoyar quienes
disentimos sobre nuestras visiones sobre la vida buena y la buena
sociedad. No porque estemos necesariamente de acuerdo en el fundamento,
sino al menos como un modus vivendi que se demuestra adecuado
para garantizar un mínimo de paz, libertad y justicia que permita a cada
uno desarrollar su propia vida. Un ejemplo clásico es la Declaración Universal de los Derechos Humanos,
aprobada por unanimidad, y sobre la que Jacques Maritain alertaba: la
hemos aprobado por unanimidad porque hemos dejado a un lado la discusión
sobre cuál es el fundamento.
El liberalismo político exige, por tanto, que no se imponga el liberalismo en cuanto visión comprensiva del bien
(por dar algunas notas: individualista, centrada en los derechos,
racionalista, etc.). Rawls dejó escrito hacia el final de su vida que en
su opinión ciertas culturas religiosas –entre las que incluía el
catolicismo post-concilio Vaticano II- encajan en una sociedad liberal,
pues renuncian a imponer sus convicciones en la esfera pública.
Pues bien, en los últimos años se observa en las sociedades
occidentales un cambio radical en nuestra cultura política. Hemos pasado
de hablar de tolerancia a hablar de compliance. La cultura
política liberal se está manifestando no como una cultura pluralista
—abierta al diálogo, que permite que en nuestras sociedades convivan
modos distintos de ver la vida en aspectos fundamentales— sino en una
cultura donde el disenso (en la política, en la universidad, en la
escuela, en los medios de comunicación y hasta en la iglesia) es
reprimido mediante sanciones administrativas y penales.
En el pasado reciente de nuestro país se han aprobado leyes que
presentaban la redefinición de algunas instituciones básicas como una
“ampliación de derechos”. En absoluto se pretendía –o al menos eso se
decía— imponer opciones de vida a los demás, sino al contrario:
permitir que quienes no seguían la “moral tradicional” también tuvieran
la posibilidad de ver sus opciones de vida bendecidas por la ley. Claro
que la obligación de educar para la ciudadanía incluyendo estas leyes ya
planteaba un problema en este sentido para el ámbito legítimo –y
constitucionalmente protegido- de la educación moral de los niños, que
corresponde a los padres.
Empieza a pasar en el ámbito de las Comunidades Autónomas, incluso
por iniciativa del PP, que se aprueban leyes como la reciente “Ley de
protección integral contra la discriminación por diversidad sexual y de
género de la Comunidad de Madrid”, de 14 de julio. En estas normas se
establecen, por ejemplo, multas de hasta 45.000 € por disentir de la
doctrina oficial sobre la orientación sexual. Esto nada tiene que ver
con el respeto a las personas sea cual sea su condición, o la corrección
de los excesos de una cultura machista o intolerante, y ni siquiera con
la no intervención del Estado en los ámbitos de la vida privada. Es
precisamente una carta blanca para la intromisión política a golpe de
presión social.
Ante estos abusos, las voces más autorizadas no con las de los
“conservadores” ahora en minoría, sino la de los que se dicen liberales,
y quieren seguir viviendo en una sociedad abierta. Quienes tienen la
clásica visión liberal de la vida deberían despertar de su complacencia
ante lo que está pasando, en España y en muchos otros países, a veces
mediante una verdadera “colonización ideológica”. Deben darse cuenta de
que quienes comparten con ellos los ideales de la autonomía del
individuo y la tolerancia, están imponiendo su propia visión comprensiva
sobre la vida humana y la sociedad con los medios coercitivos del
Estado, por cierto mucho más poderosos ahora que en la edad media. La
tolerancia liberal está revelando que no cumple el requisito de la
reciprocidad, que le es tan propio. Se pedía tolerancia para discrepar
de la moral tradicional y de las autoridades sociales –en muchas
ocasiones con todo derecho y gran beneficio para todos— pero no se pide
ni se aplica la tolerancia cuando la moral hegemónica ha cambiado de
signo. A las nuevas minorías se les trata de “herejes”, y se les exige
que se amolden a la nueva ortodoxia.
Amigos liberales: nuestra cultura está sufriendo una mutación
genética dramática, aunque silenciosa. Esto ya no es liberalismo
político. Al menos no es el liberalismo de Rawls, de Mill, de Locke. Se
parece más al pensamiento de Hobbes, para quien la única garantía de paz
social era la obediencia absoluta a la ley del soberano, y el control
político de todos los contenidos educativos y de la conversación
pública. La experiencia de los totalitarismos “hard” no debería impedirnos descubrir las formas más sutiles de los totalitarismos “soft”, que pasan de la tolerancia a la imposición con una sonrisa y un tweet.
Ricardo Calleja es doctor en Derecho y co-fundador y vicepresidente de Principios
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