Tomado de: www.independent.co.uk |
Todos estamos removidos por las imágenes de ese niño, ahogado por respirar el mar y la arena de las playas donde acabamos de estar de vacaciones.
Pienso que ha sido clave para el impacto de la foto que el niño apareciera vestido (si se me permite el cinismo, “vestidito”), sin deformidades, y que fuera de aspecto “indoeuropeo” (blanco) y en un contexto muy cercano para todos, tras las vacaciones de verano: una playa. Que no se le viera la cara era condición para evitar la deformidad, y refuerza el dramatismo a la vez que lo despersonaliza. “Ese niño podría ser mi hijo, esa podría ser mi playa, podríamos haberlo salvado”. Todo eso hace que la foto no solo conmueva, sino que interpele: ¿qué voy a hacer, qué vamos a hacer, qué van a hacer otros?
La limitación de las reacciones emotivas
Toda esta reacción responde perfectamente al caldo de cultivo moral de nuestra sociedad, el emotivismo ético, como lo definió magistralmente McIntyre en su clásico tratado Tras la virtud.
Ciertamente, debemos celebrar que nuestra cultura emotivista todavía sea capaz de reaccionar ante el dolor ajeno: no tenemos la sensibilidad totalmente cauterizada, ni la percepción del bien y el mal completamente torcida, y no han conseguido desterrar de nuestro adn emocional la compasión y la solidaridad. Lo que no es humano es permanecer impasible ante la alegría o el dolor ajenos, o pretender actuar siguiendo la pura razón, con abstracción de nuestras emociones. Pero el emotivismo como estructura moral y política es muy frágil. Y esto por varios motivos:
- Las emociones son reacciones pasivas –aunque pueden ser autoprovocadas con diversas estrategias- intensas pero pasajeras, que además tienen la capacidad de ser cauterizadas en caso de sobreexposición (nos acostumbramos a todo). Además, este ciclo corto, intenso y sometido a desgaste de las emociones se retroalimenta por la fuerza y ambigüedad de las emociones colectivas. En definitiva, las emociones son incapaces de estructurar un comportamiento coherente y duradero, sea individual o colectivo.
- La causa última es que las emociones necesitan de una instancia crítica ante la desorientación, deformación o manipulación de los sentimientos. Orientación que no puede prestar la misma estructura afectiva, sino que ha de provenir de otros niveles. En concreto de lo que llamamos racionalidad práctica, es decir la capacidad de descubrir una orientación superior ante el conflicto irresoluble de las tendencias, y de poner en práctica esa orientación (hablamos por tanto de razón no en sentido especulativo, sino en cuanto afectada por las tendencias, y unida a la voluntad como tendencia racional).
- La tercera es que la estructura de la realidad, humana y natural, es muy compleja. Las reacciones emotivas no pueden tomar en consideración esta complejidad, aun cuando estén bien intencionadas. De modo que por definición la reacción emotiva -aun cuando está provocada por un sentimiento genuino ante el bien o el mal- deriva en cursos de acción equivocados. Y -es duro aceptarlo- no solo porque nos equivoquemos al identificar la causa del problema o su solución, sino porque nuestra acción provoca multitud de consecuencias no deseadas.
Esta crítica al emotivismo no significa que no haya buenos o malos sentimientos, o que los sentimientos no tengan ningún papel en la determinación de lo que debe hacerse o incluso del cómo debe hacerse. Es más, una actitud puramente racional – que ignorase los sentimientos propios y ajenos- estaría dejando fuera importantes dimensiones de la realidad humana. Sería por tanto irracional y equivocada, aunque pudiera expresarse con toda la precisión de un cálculo matemático. Es posible y necesario educar la afectividad para sentir atracción y facilidad para hacer lo bueno, y disgusto y dificultad para hacer lo malo. Es decir: adquirir virtudes para acertar en la determinación de qué es lo que debe hacerse, y que le siga la conducta efectiva y afectivamente.
De lo reactivo a lo proactivo
Volviendo a nuestra circunstancia. ¿Somos una sociedad hipócrita porque nos emocionamos con este niño pero no con los muchos otros que sufren, e incluso que se asoman a nuestras pantallas sin la adecuada indumentaria, narrativa o visual? Prefiero ver el lado positivo: la reacción ante un niño ahogado es a la vez una cosa buena en sí misma y una oportunidad para despertar la conciencia occidental y lograr una acción adecuada. La necesidad ajena constituye siempre una obligación inmediata de ayudar. Es ahí donde la compasión se acerca a lo justo, hasta casi confundirse.
A la vez no podemos olvidar el lado negativo: el estado actual de shock corre el peligro de inclinar a una reacción equivocada, o de contribuir a engrosar la costra europea ante los males del mundo exterior (lo que Francisco llama la “globalización de la indiferencia”). Que una reacción emotiva lleve a cometer errores puede además retroalimentar la insensibilidad, pues cuando se compruebe que la reacción emotivamente adecuada llevó a una acción de efectos negativos (en este caso, “efecto llamada”, fortalecimiento de mafias, conflictividad social, costes económicos, infiltración terrorista o lo que sea), puede crecer la perplejidad ante la complejidad de los problemas sociales. Y esta perplejidad podría derivar en la inacción y acaso en el cinismo autodefensivo, y hasta en la pura desesperación.
Este es el reto en momentos como este: lograr pasar de lo reactivo a lo proactivo. Es decir, aprovechar la intensidad emocional fundamentalmente sana de estas crisis, para lograr un compromiso personal y colectivo bien orientado: de la crisis a una auténtica catarsis y metanoia (conversión). Y esto exige tener en cuenta la realidad compleja de la situación. Me gustaría desarrollar brevemente las dimensiones de esta complejidad -a las que es necesario prestar atención- y mencionar al menos algunos estratos relevantes. Me refiero a los sujetos, el tiempo, y la profundidad de las causas del problema.
Al abordar el problema es preciso considerar a los actores, sin excluir a ninguno relevante: desde los gobiernos occidentales, a los de las potencias árabes del medio oriente, los terroristas del ISIS, los refugiados o emigrantes, etc. Es necesario empezar por uno mismo, y llegar a una conclusión sobre lo que yo puedo y debo hacer en concreto en el entorno más inmediato. Es además muy conveniente contribuir al debate público sobre qué debe hacer mi comunidad política (a los diversos niveles: municipal, regional, nacional, europeo…). Tanto en uno como otro nivel, es preciso establecer un plan inmediato de acción, pero que no excluya el medio y largo plazo.
Esta duración no tiene solo que ver con la constancia en ejecutar lo planeado, sino también con el dinamismo de las causas más profundas. Y esta es la tercera dimensión que debemos considerar, sin ser en absoluto exhaustivos. De modo más superficial (pero humanamente radical) tenemos la situación de los refugiados y sus causas y consecuencias inmediatas. En el plano intermedio tenemos las causas en cierto sentido estructurales de esas naciones sumidas en la guerra civil, el terrorismo islamista, el estancamiento económico, etc. Pero más de fondo aún tenemos las grandes magnitudes de la situación geopolítica y cultural, tanto en esos países como en los nuestros, que generan la corriente de refugiados o migratoria. Me detengo en este punto.
Una gran oportunidad para el despertar de Europa
Es positivo que en los discursos de estos días se está haciendo referencia a la necesidad de ir a la raíz para lograr que no sea necesario huir de esos países y, a la vez, se manifieste el imperativo moral de atender la situación concreta de las personas de carne y hueso. Esto no quita que sea inevitable –aunque suene frío- discutir sobre las consecuencias no deseadas de esas decisiones, para procurar paliar sus efectos. Y seamos claros: esas consecuencias podrían ser también atentados terroristas en nuestros territorios o problemas de integración graves. Es un riesgo que hay que conjurar en lo que se pueda, y que anima a trabajar en profundidad sobre las causas. Pero es necesario correr ese peligro, y meterlo en la ecuación de la discusión pública explícitamente. Otra cosa son buenismos que ignoran la realidad.
Europa está en una crisis cultural y demográfica muy profunda, que tiene evidentes consecuencias políticas y económicas. Esta crisis nos hace mucho más vulnerables ante la presencia de minorías en nuestro territorio: menos capaces de asimilarlas, menos clarividentes al discernir lo tolerable y lo intolerable, menos capaces de tomar decisiones con coste político a corto y visión a largo plazo (como cambiar nuestra política económica para permitir el crecimiento de los menos desarrollados). Más aún, la crisis financiera ha erosionado la credibilidad del proyecto europeo y consagrado una retórica del interés nacional y de la oposición norte-sur que son letales.
Pero esta crisis podría cambiar esta dinámica, si es bien aprovechada.
Es un tópico decir que la unidad de los pueblos se logra siempre frente a un enemigo común. Nada hay más favorable para formular un discurso sobre el bien común que la acuciante percepción de los males comunes. La crisis de refugiados y en general de la inmigración es de dimensiones europeas, también por la vigencia de Schengen. Pero hay dos reacciones posibles nada europeas, que debilitarían aún más la unidad: 1) velar solo por los intereses nacionales, que es disolvente; y 2) velar solo por los intereses europeos.
Y es que Europa no puede elaborar un discurso sobre su bien común que no incluya el bien de los otros pueblos, y una noción de cuál es la aportación de Europa al mismo. El adn de la moral europea lleva dentro de sí la capacidad de hacer propia una crisis ajena y suscitar una respuesta ante ese reto que sea valiente y creativa. Esta puede ser la ocasión de lograr un cambio en muchas mentalidades, y hacernos capaces de salir de nuestro apoltronamiento, cambiar nuestro esquema de prioridades, y pasar a ser una cultura orientada a hacer el bien, respetando la ecología de lo humano, tanto a nivel social como político.
Pero ante el mismo estímulo, la reacción podría ser la contraria: que se se pase del fervor a la perplejidad, o que cojan fuerza movimientos xenófobos y autorreferenciales, incluso con argumentos pseudo espirituales y pseudo europeístas (como el del riesgo de la inmigración para la identidad cristiana, mencionado por el primer ministro húngaro Orban). Lo que está claro es que, hoy por hoy, ni nuestra falta de identidad moral ni nuestra deficiente cultura política van a contribuir a estos objetivos. Es probable que seamos capaces de ver la solución, pero que la desechemos por alguno de nuestros prejuicios decadentes o de nuestros intereses inconfesables.
La responsabilidad por este despertar colectivo, evidentemente empieza y termina por la conversión personal, es decir, por ir más allá de la reacción emotiva inmediata.
Ex Oriente, lux
La realidad es que como seres humanos y sociedades somos muy limitados. Incluso con nuestro despertar individual y colectivo, y con una política adecuada, con mirada a largo plazo y consciente de la profundidad de las causas, será inevitable que estos problemas sigan emergiendo. E incluso podría suceder que erráramos el camino, provocando graves males no deseados, o que fracasáramos en ponernos de acuerdo, o que fuéramos barridos de la historia…
Ante estas tragedias lo primero que debemos aprender es a aceptar nuestra propia limitación, y a interiorizarla. No controlamos nuestra vida ni la de los otros, ni somos señores de la historia. Hay problemas que no tienen buena solución. Pero precisamente porque no queremos permanecer indiferentes, a veces lo único que podemos hacer es rezar pidiendo a Dios que tenga misericordia de nosotros y detenga la fuerza del mal en nuestro mundo y en nuestro interior.
No hay alternativa entre la desesperanza o la esperanza. Y nada hay en el hombre o en el mundo que por sí mismo permita justificar la esperanza, sino la fe que los europeos recibimos del Oriente, como hoy recibimos refugiados e inmigrantes. Ex Oriente, lux. La luz nos viene de oriente, hoy como ayer, bajo la imagen del sufrimiento de un inocente.
Por eso, pocas cosas más sinceramente emotivas y más racionales y –por qué no decirlo- europeas, que recitar este salmo unidos espiritualmente a los que sufren y a los que no sabemos cómo acabar con ese sufrimiento.
SALMO 31
2 A ti, Señor, me acojo: | no quede yo nunca defraudado; | tú, que eres justo, ponme a salvo,
3 inclina tu oído hacia mí; | ven aprisa a librarme, | sé la roca de mi refugio, | un baluarte donde me salve,
4 tú que eres mi roca y mi baluarte; | por tu nombre dirígeme y guíame:
5 sácame de la red que me han tendido, | porque tú eres mi amparo.
6 A tus manos encomiendo mi espíritu: | tú, el Dios leal, me librarás;
7 tú aborreces a los que veneran ídolos inertes, | pero yo confío en el Señor;
8 tu misericordia sea mi gozo y mi alegría. | Te has fijado en mi aflicción, | velas por mi vida en peligro;
9 no me has entregado en manos del enemigo, | has puesto mis pies en un camino ancho.
10 Piedad, Señor, que estoy en peligro; | se consumen de dolor mis ojos, | mi garganta y mis entrañas.
11 Mi vida se gasta en el dolor, | mis años en los gemidos; | mi vigor decae con las penas, | mis huesos se consumen.
12 Soy la burla de todos mis enemigos, | la irrisión de mis vecinos, | el espanto de mis conocidos: | me ven por la calle y escapan de mí.
13 Me han olvidado como a un muerto, | me han desechado como a un cacharro inútil.
14 Oigo el cuchicheo de la gente, | y todo me da miedo; | se conjuran contra mí | y traman quitarme la vida.
15 Pero yo confío en ti, Señor; | te digo: «Tú eres mi Dios».
16 En tus manos están mis azares: | líbrame de mis enemigos que me persiguen;
17 haz brillar tu rostro sobre tu siervo, | sálvame por tu misericordia.
18 Señor, no quede yo defraudado | tras haber acudido a ti; | queden defraudados los malvados, | y bajen llorando al abismo,
19 enmudezcan los labios mentirosos, | que profieren insolencias contra el justo, | con soberbia y con desprecio.
20 Qué bondad tan grande, Señor, | reservas para los que te temen, | y concedes a los que a ti se acogen | a la vista de todos.
21 En el asilo de tu presencia los escondes | de las conjuras humanas; | los ocultas en tu tabernáculo, | frente a las lenguas pendencieras.
22 Bendito sea el Señor, que ha hecho por mí | prodigios de misericordia | en la ciudad amurallada.
23 Yo decía en mi ansiedad: | «Me has arrojado de tu vista»; | pero tú escuchaste mi voz suplicante | cuando yo te gritaba.
24 Amad al Señor, fieles suyos; | el Señor guarda a sus leales, | y a los soberbios los paga con creces.
25 Sed fuertes y valientes de corazón | los que esperáis en el Señor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario