Tomado de: losdespertadores.com |
La imagen desgarradora del cuerpo sin vida de Aylan, el niño sirio de etnia kurda, en una playa turca, me hizo recordar, después del golpe emotivo inicial, la de otros cadáveres empujados a la arena por las olas.
Entre este pequeño y enternecedor cadáver y los cuerpos de los jóvenes soldados norteamericanos caídos bajo el fuego de la artillería y las defensas costeras alemanas o ahogados en las playas de Normandía hay una relación directa, que podríamos definir en términos de causa y efecto.
El encuadre de la imagen (por azar o deliberadamente) es similar en uno y otro caso: vemos el cuerpo, podemos identificarlo, pero se nos impide contemplar su rostro, lo cual –como observara Susan Sontag en su bello y terrible libro, Ante el dolor de los demás – es a la vez una concesión a la dignidad de los muertos, pero también la imposibilidad de empatizar más allá de lo razonable.
Advertencia para quienes, ilusionada e ingenuamente, toman esta imagen como revulsivo moral, como detonador de voluntades políticas o sociales. No hay revulsivos tales en la sociedad de (saturación de) la imagen. La fotografía del niño es apenas un testimonio mudo, nada más.
Y lo cierto es que la humanidad ha hecho cosas tanto o más graves que dejar morir a un niño refugiado.
Pero ¿qué relación existe entre la imagen a todo color de esta pequeña tragedia y aquellas en blanco y negro de aquella tragedia épica?
El desembarco en Normandía signó (junto con otros acontecimientos históricos de la guerra, como la batalla de Stalingrado) la pérdida definitiva de la hegemonía europea y su subordinación a las potencias emergentes de Estados Unidos y la Unión Soviética.
Europa, que hasta entonces había sido el centro del mundo, era incapaz de unificarse por medios pacíficos y en una guerra atroz como nunca antes se había visto se desangraba y entregaba –exhausta moral, cultural y económicamente– el dominio planetario a potencias extracontinentales.
En adelante, se convirtió en un continente dividido en esferas de control y se concentró en la reconstrucción interna y en la formación de un Estado de bienestar, renunciando a toda diplomacia exterior autónoma y a toda política de defensa conjunta.
Esta actitud regresiva, limitada a sus confines, timorata y aterrada por la sombra de las ojivas nucleares no se modificaría cuando se desmoronó la hegemonía soviética. En materia de política exterior y defensa, Europa entera siguió las directivas de la diplomacia y la estrategia militar norteamericanas. De ese modo, el Viejo Continente sigue siendo un escenario más de la confrontación de los EE.UU. con otras potencias que pretenden disputarle el dominio mundial.
¿Fenómeno autónomo?
A menudo me he preguntado a quién beneficia la acción de un grupo como Estado Islámico (EI, Isis, Daesh). Sus procedimientos, que aterrorizan a las poblaciones que son sus víctimas e infunden temor y repulsión en Occidente, son ejecuciones públicas por medios brutales a cristianos, minorías étnicas y religiosas, adversarios políticos; torturas; esclavización de mujeres y niñas; destrucción de templos, de lugares sagrados y sitios arqueológicos, todo ello perfectamente coreografiado, grabado y editado para el consumo de los medios de comunicación mundiales. Estos hechos parecen diseñados en el laboratorio de algún organismo de inteligencia especializado en horrores y atrocidades.
Demasiada perversidad para ser un fenómeno autónomo o independiente: el Estado Islámico trabaja para alguien. Pero mientras los responsables remotos de estas estrategias indirectas de desestabilización regional parecen a salvo, sus terribles efectos y consecuencias sobre los más débiles, los condenados de la Tierra, ya están llegando a las costas europeas.
Europa es, a los ojos de los desesperados que se lanzan con la familia a cuestas y apenas con lo puesto al mar Mediterráneo o a los caminos peligrosos de Cercano Oriente, el confín seguro que les garantiza supervivencia. Es confín y es refugio, pero es incapaz de intervenir activamente en el conflicto que se libra apenas cruzando sus permeables fronteras.
El mundo le exige a Europa hacerse cargo de la marea de refugiados que llega desde el Cercano Oriente y África. No obstante, pocos parecen entender que las responsabilidades europeas trascienden sus fronteras.
Por razones muy atendibles, como el enorme agotamiento moral y cultural que padece, pero también por desidia, mezquindad y comodidad, Europa ha renunciado a intervenir activamente en las áreas geográficas que la circundan, abandonando el control a potencias lejanas o a países de la región que se juegan su supervivencia en una lucha permanente, a cada momento.
De este modo interviene sólo para hacerse cargo de los efectos pero no sobre las causas: el mantenimiento del orden y la paz en esas regiones. Para revertir esta tendencia debería comprometer inteligencia, voluntad y recursos materiales para llevar a cabo una política exterior propia, apoyada por medios diplomáticos, económicos y militares que le den capacidad de intervención y disuasión. Para proteger y protegerse, hace falta tener poder.
La afirmación puede parecer cruel, pero la situación demanda más realismo político que reconvenciones humanitarias o indignaciones moralizantes: no se procede igual con el vecino, con quien estamos obligados a convivir, que con quien vive lejos. Los EE.UU. no se permitirían una intervención en los asuntos de un país como México, del mismo modo que lo han hecho en Afganistán o Irak: los efectos explotarían en sus propias fronteras.
Aún si los guardacostas turcos hubieran rescatado felizmente con vida al pequeño Aylan, a su familia y a muchos otros, Europa estaría llegando demasiado tarde. Ya va siendo tiempo de que se adelante a los acontecimientos, por su bien, por el de sus vecinos y por esas víctimas que fluyen a su territorio pidiendo protección.
* Profesor de Filosofía Social y Política
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