Sobre las 7.30 de esta mañana de domingo ha fallecido Rafael Alvira. Me cuentan que ayer cuando la médico que le atendía le comunicó que tenían que sedarlo para evitar la angustia consiguiente a una posible una crisis respiratoria, Don Rafael les dio las gracias y sonrió.
Durante la tarde de ayer ya había corrido la noticia de su mal estado, y eran muchos los que presentían apenados el final de una persona excepcional en muchos sentidos. Don Rafael, como le he llamado siempre hasta hace muy poco, y como aún prefiero llamarle, era muchas cosas, pero creo que era sobre todo un filósofo y un hombre de honor; e inextricablemente unido a su amor a la filosofía y a su honradez, era un cristiano sincero, confiado y comprometido.
Le conocí hace 40 años, en 1983 cuando llegué a Pamplona para estudiar la licenciatura en filosofía en la que él era profesor catedrático y, si no recuerdo mal, director de la Sección de filosofía en la facultad de Filosofía y Letras. Durante aquel primer curso le escuché en alguna conferencia y también en intervenciones en los Seminarios de la Sección. Seguramente no entendí mucho, pero el contraste de su personalidad y de sus posiciones filosóficas con las de Alejandro Llano daban luz no solo a aquellos seminarios, sino al clima de expectación e interés que reinaba entre los estudiantes, deslumbrados por el brillo de uno y otro profesor y de sus disputas, amistosas pero intensas. Los asuntos parecían organizarse según las diferencias entre aristotélicos o platónicos, entre los demócratas y sus críticos con Rafael Alvira a la cabeza.
Pero mi primer contacto con don Rafael como profesor fue en la asignatura de Historia de la Filosofía Antigua, en el segundo curso de la licenciatura. Desde las primeras clases sobre la filosofía presocrática su asignatura resultó fascinante. Mis ojos estaban abiertos de par en par desde que Alvira entraba hasta que salía por la puerta y se dirigía por el pasillo hasta donde podía seguirle con la mirada. Cuando llegaba, casi siempre sin nada en las manos y sin saludar, estaba en silencio apenas un minuto paseando de un lado al otro de la tarima, concentrado. Parecía como si viniera de hablar con alguien y estuviera ordenando las ideas de lo que nos iba a exponer. En seguida empezaba y su voz inaudible conseguía un silencio unánime, sostenido y expectante, porque todos intentábamos aguzar el oído para poderle escuchar a la espera de lo mejor.
Su análisis de los autores y el planteamiento de las cuestiones era sintético y con frecuencia esquemático, pero con él la sorpresa acechaba de continuo y quien los hubiera desestimado por sencillos se encontraría antes o después con lo inesperado. La inteligencia de Alvira era penetrante y como no se engalanaba de erudición ni de precauciones críticas, podía pasar desapercibida, pero alcanzaba lo esencial. A mí me parecía que solo las inteligencias de verdad podían quedar contentas con su manera de pensar, porque todos los que estimaran la gimnástica del oficio académico echarían en falta todos los rigores de la etiqueta metodológica. He visto a reputados académicos y a quienes les hubiera gustado serlo o estaban intentándolo, gesticular condescendientes como ante quién no era de su estupendo y fiable linaje. No lo era, desde luego, pero también he visto a filósofos adustamente académicos fascinados por Rafael Alvira, porque su inteligencia era afiladamente profunda —elemental, en el mejor sentido—, original y genial pero meditada.
Al respecto recuerdo una ocasión en la que me pidió que le acompañara en coche a San Sebastían donde tenía que dar una conferencia. Yo era un joven profesor del departamento que él dirigía y cuando subió al coche vi con sorpresa que no llevaba ningún papel. Con ingenuidad amistosa le pregunté si no la llevaba escrita y me respondió que no, pero que la llevaba "muy bien improvisada". La conferencia fue realmente magistral y mi admiración resuena todavía en mi memoria.
En efecto, en las conferencias su sentido del humor hacia que las vigilancias críticas del auditorio se relajaran y entonces, desarmado y sonriente, el oyente estaba puesto en suerte para ser enfrentado a una tesis o a una crítica incómoda pero insoslayable. De ordinario sus ideas no se justificaban por el desarrollo argumental que conducía hasta ellas, sino por su filo y alcance capaz de poner al interlocutor en un plano inesperado, profundo, decisivo. Yo esperaba todas aquellas revelaciones súbitas como el alimento para mi pasión por la filosofía y por la verdad, por la inteligencia y el valor imponderable de conocer (algo) genuinamente (verdadero).
Ha seguido siendo así desde entonces hasta ahora, cuando siento la pena de que se haya desvanecido entre nosotros una voz y una mirada que enriquecía este mundo y que desde ahora echaré en falta sin solución. Con la partida de Rafael Alvira mi pasión universitaria por aprender y estudiar se queda más huérfana y solitaria. Su visión de la universidad tan gallarda y certeramente al margen de los estándares actuales y de las gerentocracias que las administran allanando el gobierno de una institución que no merecen, es en esos aspectos la mía también.
Le debo además, entre otras muchas cosas, un cierta opción preferencial de la inteligencia consistente en tener por más esencial la positiva perfección de lo real que su malogramiento, aunque éste sea inevitable. En ese positivismo resuena el idealismo platónico, seguramente, pero en Rafael Alvira era más bien un eco de la belleza sustancial del mundo, de su existencia, de la nuestra y de todo lo real.
No quiero banalizar lo anterior pero tampoco quiero dejar de contar una anecdota que en cierta manera le definía temperamental y filosóficamente. Al poco de iniciar los estudios en filosofía, Jorge Vicente, profesor de antropología filosófica que después sería mi director de tesis y entrañable amigo hasta su temprano fallecimiento, nos dijo en clase que el mejor invento de la civilización occidental eran los psicofármacos. Yo compartía con él su interés por la filosofía y las cuestiones existenciales, pero afortunadamente aquella gratitud por los psicofármacos me resultaba desconocida. Poco tiempo después, en un seminario Rafael Alvira festejó la tarta de fresas con nata como el mejor invento de la civilización occidental. La contradictoria coincidencia me produjo un alborozo interior. Medio en serio medio en broma, le decía a mis compañeros que lo primero era un filósofo existencialista; lo segundo un vitalista. Todavía hoy me parece que ese existencialismo vitalista (debidamente inclinado a favor de la tarta de fresas con nata) hace justicia exacta a la condición humana.
Pero las ideas de Rafael Alvira tenían otra virtud inesperada: quedaban en la memoria durante años como impactos con ecos propios que crecían en asociaciones, iluminaciones y vertientes nuevas. El suyo era un pensamiento fértil, y mucho tiempo después de escuchadas o leídas sus ideas suscitaron visiones y líneas argumentales medulares para mí que desarrollé en "Mundus. Una arqueología filosófica de la existencia". Más de veinte años después de que la distancia nos separará y solo nos viéramos breve y circunstancialmente, aunque con frecuencia buscada, en ese libro algunas ideas suyas germinaron cruciales para mí y me hicieron discípulo suyo y a él mi maestro en sentido intelectual y filosófico. Tuve el gozo un tanto temeroso de poder expresárselo de palabra y por escrito. Creo que no lo rechazó y que con una de sus acogedoras sonrisas lo agradeció. Incluso hoy me sigue alegrando y causando gratitud interior haber podido dar vida a alguna de las ideas de mis profesores alargándolas en su alcance y convirtiéndome en su discípulo y a ellos en mis maestros. Y ninguna influencia ha sido tan grande para mí como la de Rafael Alvira y Jacinto Choza. La primera sobrevenida después de mucho tiempo, la segunda sostenida desde el inicio.
Pero por esencial que sea para mí lo dicho hasta ahora, pecaría por omisión si no dijera que entre idas y venidas filosóficas Rafael Alvira ha supuesto para mí y mi familia más que todo eso.
Cuando entre 1995 y 1997 en la Universidad de Navarra se desató una tormenta silenciosa de acusaciones que servían de guarnición a la decisión de mi despido (improcedente) bajo acusaciones de irregularidades doctrinales, muy pocos de los que veían injusta o excesiva esa decisión se pronunciaron, y menos todavía con la claridad, el coste personal e institucional y la noble entereza de Rafael Alvira, cuya única motivación para defender a un joven profesor —que no formaba parte de su círculo de amistades— era su sentido de la verdad y de la justicia.
Es la primera vez que escribo para ser publicadas unas líneas sobre aquel episodio, pero siento que es justo y necesario hacerlo ahora, no para ajustar cuentas que hace ya mucho están saldadas y retribuidas en abundancia, sino para hacer justicia a Rafael Alvira, con quien apenas volví a hablar nunca de todo aquello. Ese auxilio suyo, gratuito, libérrimo y sostenido a pesar de los daños que implicaban para él, fueron durante mucho tiempo una de las pocas certezas que pude tener sobre la posibilidad de la libertad de pensamiento, de conciencia y de espíritu en instituciones configuradas desde una densa autoridad espiritual de sus directores. Por eso inicié estas breves y tristes líneas diciendo que don Rafael Alvira era hombre de honor, además de cristiano y filósofo, pero también por eso mismo.
A mediados de noviembre vi a Rafael Alvira por última vez. Me pidió que diera una conferencia que sería seguida de una suya en el mismo foro. Acudí entre dificultades como lo hice siempre a lo que él me llamara. Hoy me alegro indeciblemente porque fue una despedida entrañable aunque ignorada. Dio su conferencia al principio con dificultad, después lenta pero brillantemente hasta el final. Por primera vez el texto —magnifico, olvidado encima de la mesa y rescatado para mí por mi hijo allí presente—, era más expresivo que su propio autor. Nos despedimos entre abrazos porque no podía acompañarnos a la comida, con un "hasta pronto Rafael". Aquellas palabras resuenan ahora con un significado nuevo, imprevisto, triste pero más profundo. Así será, mi querido Don Rafael, Dios mediante.
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