Rafael Alvira |
En el uso más habitual, la palabra moderno se refiere a lo reciente y
novedoso. Pero en la historia del pensamiento también ha servido para denominar
un estilo cultural, algunos de cuyos
rasgos son el afán de cambio, el vanguardismo y la moda. En este último
sentido, ha habido modernos muchas veces en los siglos pasados y sobre todo a
partir de la primera gran teorización de lo moderno llevada a cabo por la
sofística griega en el siglo V a.C.
Lo más esencial del “planteamiento moderno
-en el sentido de reciente y actual- de la modernidad cultural”, es la profunda
relación que establece entre libertad y
progreso, que se convierte en el eje sobre el que esa citada modernidad va
a intentar justificarse como filosofía y como proyecto político. Al comprender
el concepto de libertad como un poder
que es capaz de cambiar la realidad y que, más aún, aspira incluso a dominar
plenamente los condicionamientos que le puedan afectar, esa modernidad se
vuelca necesariamente en dos direcciones: el futuro y la inteligencia
técnica.
En efecto, el pasado es inamovible en
cuanto pasado, y, en ese sentido, necesario; ya ha sido y ha dejado su huella.
El presente, por su lado, implica la
presencia, la contemplación -no hay
presente sin presencia- y, en consecuencia, es esencialmente eterno, saca fuera
del tiempo. Un presente puramente temporal no puede ser más que el punto límite
entre pasado y futuro, lo cual en la existencia humana no se da más que como decisión: la decisión es puntual. De ahí que cada decisión
marque un pasado y un futuro en nuestra vida. Y de ahí también la relevancia
fundamental de la relación entre nuestro presente eterno -el amor contemplativo
y el pensar- y nuestro presente temporal, nuestras decisiones. Toda la vida de
cada persona depende de que sepa comprender bien ambos planos y -arte difícil-
que sepa combinarlos adecuadamente.
Si el pasado es necesario, y el presente eterno saca
del tiempo, la libertad moderna en sentido cultural, es decir, la libertad
comprendida como autónoma, independiente,
absoluta, poder puro, no puede consistir más que en el ejercicio de una
continua decisión hacia el futuro. Ahora bien, si el futuro
estuviera predeterminado por el pasado o por una eternidad que nos arrebata,
indisponible, entonces la libertad no podría ser un poder absolutamente primario, que es, sin embargo, y sin duda, la idea
moderna de libertad. Por tanto, ser libre para la modernidad no puede significar
más que tomar decisiones que generen lo
nuevo. El trabajo de la libertad consistirá por tanto en ir generando
novedad, despegándose cada vez más de todo pasado y todo presente eterno, para
dominarlos y, en el límite, anularlos. Y a esto se le llama progreso, esta es la idea moderna de
progreso. Por tanto, ni la libertad moderna y actual se puede entender sin él,
ni él sin esa idea de libertad absoluta, independiente y autónoma que es un
puro poder.
Es claro que esta concepción plantea
dificultades, y una primera que aquí se puede reseñar es qué sentido tiene en
ella la expresión yo soy. En efecto,
esa expresión encierra el núcleo de lo que entendemos por identidad, por el nombre
del ser humano, y la cuestión es si el yo
soy es constante y supone por tanto una excepción a la tesis del cambio
continuo y la constante creatividad, propias del progreso. Se trataría además
de un problema serio pues es difícil concebir una libertad sin un yo soy que la encarne –en realidad, no
se puede distinguir entre libertad y yo soy- y la consecuencia es que todo acto
de la creativa libertad se realiza sobre la constancia y “anterioridad” del yo soy.
A este problema se puede responder con la
paradoja del anarquismo: no se acepta ningún poder que restrinja la libertad absoluta,
ni siquiera el poder de la lógica que
empuja a preguntarse si hay constancia o no en mi ser. La afirmación absoluta
del poder de cada uno implica la necesaria negación del poder de unos seres sobre
otros, lo cual es sin duda paradójico, dado que todo poder se ejerce
necesariamente sobre otro; pero además, la negación del poder de la razón sobre
mí mismo. Como es sabido, quien vio esto con toda claridad, en la estela de la
antigua sofística, fue Nietzsche La única solución para salvar la “libertad moderna” es
renunciar a la seriedad, pues la seriedad implica la realidad de lo eterno.
Pero, de otro lado, si alguien contesta en
serio a la pregunta: ¿quién eres?, simplemente con la respuesta “yo soy”, será
tomado por un loco o por un Dios. Fue precisamente esa la respuesta que, según
la tradición bíblica, le dio Dios a Moisés cuando éste le preguntó por su nombre:
“Yo soy” es mi nombre, dijo Dios. Pero si lo dice un ser humano, la respuesta
se considera verdadera pero insuficiente. Sin duda, el “yo soy” es lo más
relevante de nuestra identidad, pero a nosotros no nos basta, necesitamos predicados: yo soy español, madrileño, profesor,
futbolista, etc.
Ahora bien, para la filosofía del
progreso puro ninguna de esas respuestas vale, por la sencilla razón de que se
refieren a un presente y a un pasado. El “yo” ya está, el “ser” también, y los
predicados también. Si acepto que yo efectivamente soy y soy así, no dejo paso
al futuro y la novedad puras. El “yo soy x o y” es en todo caso un paso en el
camino, pero, sobre todo, un señuelo que me paraliza. Se puede decir por tanto
que la filosofía del progreso implica -de modo cuasi-místico- el olvido de sí,
de mi “yo soy x”, para abrirse plenamente a la libertad de la aventura. No
sabemos lo que vendrá, y eso es lo emocionante. Y si algo parece salir mal,
ensayamos otro camino y ya está. Es el pragmatista y tan estadounidense “trial
and error method”, el método del “ensayo y el error”. No “entregamos nuestro
yo”, como en la mística clásica, para recuperarlo con mayor altura, sino que él
simplemente no juega ningún papel teórico en el sistema. Existe sólo puntual y
transitoriamente.
En resumen, y en relación con las que, a
mi juicio, son las dimensiones fundamentales de toda sociedad (cfr. “Intento de
clasificar la pluralidad de sistemas sociales, con especial atención al
Derecho”. En “Persona y Derecho”. Pamplona 1995) las consecuencias de la
filosofía del progreso son:
Desde el punto de vista de los
“transcendentales sociales” (civilización,
historia, educación, cultura):
- La
civilización no es un orden de la sociedad que se construye desde
principios fundamentales válidos para
cualquiera de las formas variables de ella, sino que es producto inventivo de
cada momento y lugar. La tradición no es elemento esencial, puesto que producto
del pasado; y, por la misma razón, se relativizan los “derechos adquiridos”.
- Por Historia
podemos entender la historia humana y la historia natural. Ambas son
consideradas mera condición. El programa LGTB se pretende justificar aquí.
- La educación
se propone principalmente ayudar al alumno a adquirir destrezas que le sirvan
para producir. La imagen del hombre depende siempre del avance en el que
estamos.
- La cultura
es una palabra vacía, porque cultura es cultivo,
y este no se puede dar sin la atención y el cuidado propios del amor verdadero,
el cual implica permanencia, del ser y
de la actividad queridos: quien ama quiere la permanencia del ser querido.
Desde el punto de vista de las categorías
sociales (hábitat, economía, derecho,
política, ética, religión):
- En lo religioso: Un Dios personal tiene que existir eternamente y ser
padre. Pero todo eso contradice la libertad absoluta de cada uno, así es que no
podemos aceptar tal hipótesis.
- En lo ético: no puede haber
criterios éticos ya dados que me
fuercen a actuar de un modo determinado. No queda más que el humanitarismo, una bondad meramente
sentimental.
- En lo político: No hay libertad absoluta sin igualdad total, pues toda
desigualdad puede amenazar mi libertad. Pero dada la imposibilidad de construir
las dos al tiempo, hay que dejar la libertad en la esperanza de que se vaya
generando la igualdad, lo cual sucederá en el infinito de la riqueza (en el
infinito no hay diferencias).
- En lo jurídico: Sustituye la legitimidad por la mera legalidad. El
derecho no se basa en la justicia, sino en la ley establecida y en la
conveniencia.
- En lo económico: Una filosofía del futuro novedoso lo juega todo a la
creación de riqueza. Pierde sentido el ahorro y lo gana el crédito. El problema
de la deuda se convierte en prácticamente irresoluble hasta que se alcance la
riqueza infinita.
- En lo relativo al hábitat: Se relativiza el espacio y desaparece la noción de casa,
familia, hogar.
De todos los puntos señalados, el que
marca de modo fundamental la diferencia con respecto a una filosofía de la
identidad es este último. Sin casa no hay identidad. Casa del cielo, de la
familia terrenal, de la ciudad, de la empresa, etc.
Es decir, el “yo soy” antes mencionado
implica siempre un predicado, y él es el lugar
en el que soy: soy en tanto que “hijo de”, español, cristiano, profesor,
etc. Cada uno de esos lugares lo son de
verdad tanto más cuanto más los amo, y los encarno como propios: de esa manera
me identifican. Puede parecer extraño que se diga “el lugar en el que yo soy”,
pero es que, dado que no es posible ser más que en relación a otro, la apertura
al otro implica que cada uno es en un
lugar.
El espacio es luz y es un conjunto de
lugares. Espacio significa que hay
varios “puntos” simultáneos,
distintos, “separados” y relacionados, o sea, unidos en su “separación”. Y como
existir es siempre “ser ante otro y relacionado con él”, cada vez que se
establece una relación se enciende una luz, un espacio, que es primariamente
transcendente, es decir, una palabra:
toda relación verdadera es una luz, una situación en lugar y una palabra, que
expresa el modo de la relación.
Quien quiere encarnar plenamente la
filosofía del progreso no puede evadir, a pesar de los pesares, el tener al
menos una cierta identidad, a saber, la de ser libre y progresista. De
esa identidad no se puede librar, aunque un pensador radical responderá que con
el avance tal vez cambiemos nuestro concepto de libertad y de progreso. Quien
dice eso no tiene ninguna prueba empírica que lo justifique y, por tanto, lo
afirma con un tipo de conocimiento que llamamos fe.
La modernidad no es sólo una filosofía,
sino también una religión, que cree en algo que irá apareciendo y que no sabe
lo que es. A no ser que el citado pensador sostenga que ni siquiera tiene fe,
sino que le da todo lo mismo. En ese
caso, se puede decir que es una persona que conoce bien su insuficiencia y que
no se da cuenta de que tanto la idea como la experiencia de insuficiencia
carecen de sentido sin la suficiencia. Es decir, quien dice que le da igual de
todo ha colocado su juicio como suficiente, lo que, como es obvio, le
imposibilita para avanzar hacia la suficiencia.
Se trata por tanto de una paradoja: en el
progresismo se afirma rotundamente la libertad absoluta de cada individuo, al
precio de aceptar que no sabemos lo que va a pasar y que tampoco nos importa en
el fondo -la seriedad no se acepta- pues al no creer en la identidad, tampoco
podemos creer en la identidad del concepto de libertad. Por el contrario, lo
que podemos llamar concepto clásico de libertad, sobre todo en su formulación
inspirada en el cristianismo, pone todo el acento de la libertad en el logro
progresivo de la identidad y es absolutamente
antitético al concepto moderno. En el concepto clásico-cristiano somos esencial-, naturalmente libres según un modo, una medida. Y somos libres en dos sentidos: uno, porque nuestra medida
es un modo de ser libre; y otro, porque podemos rechazar el ser libres según
esa medida. Ahora bien, si no desarrollamos nuestra libertad según ella, no
alcanzamos la plena libertad. Según
la interpretación habitual del famoso dicho de Píndaro, “tenemos que llegar a
ser lo que somos”.
La confusión entre ambas concepciones,
tan habitual hoy -sobre todo después del Vaticano II- en muchos ambientes
cristianos, confusión gracias a la cual por fin al parecer ya todos somos lo
único que se puede ser, a saber, “modernos”, me parece un error de bulto,
político, filosófico y religioso, que es el germen principal de los grandes
problemas de la cultura y la civilización actuales.
Si Sócrates nos pide que “nos conozcamos
a nosotros mismos” es porque sabe que conocer con verdad da la libertad sobre
lo conocido; por consiguiente, el conocimiento identitario da la libertad sobre
sí mismo: el autoconocimiento concede la máxima libertad. Por eso quien se
conoce a sí mismo se eleva al rango de la divinidad, cuya “definición” es
precisamente la del ser que es dueño de
sí. Pero ese autoconocimiento es imposible de lograr sólo por la vía
teórica, y por eso en el Cármides platónico se lee que hace falta pasar al
conocimiento del bien y el mal para autoconocerse. Justo lo que les dijo la
serpiente a Adán y Eva: seréis como Dios si conocéis el bien y el mal.
Pero el modo en que encara el tema
Sócrates es muy diferente al de la serpiente. Pide el Sócrates platónico que
vayamos conociendo el bien y el mal a través de la obediencia a la realidad: estudiarla
-mirar con amor es lo que significa estudiar- para ir aprendiéndola por
medio de la adquisición de las virtudes morales o éticas. Tenemos pues que aprender a ser divinos -a conocer el bien
y el mal- siguiendo el modo que Dios nos ha preparado para ello: obediencia a
la realidad y adquisición de la virtud. Y, en efecto, cada virtud nos concede
un “trozo” de libertad, ya que ésta tiene tres dimensiones constitutivas: actividad -“energía-”, apertura, posesión. Somos tanto más libres cuanto más activos, abiertos y
posesores somos. Ahora bien, sólo las virtudes nos ayudan a avanzar en ese
camino.
Aristóteles completa la explicación de
esa ética con la insistencia en varios detalles, uno de los cuales es que la raíz de todas las virtudes es el amor.
Quien quiere mejorar lo hace porque ama la
perfección. ¿Por qué la perfección? Porque sólo se puede amar algo que conoces ya y que lo quieres adquirir
para incorporarlo a tu vida. Toda virtud es una medida, es un límite. La virtud excluye la infinitud cualitativa.
Se puede potenciar cuantitativamente, pero siempre es la misma. Mismidad es identidad.
Así pues, lo que nos hace libres, según
esta filosofía, es la virtud, la posesión
de los hábitos teóricos, éticos y
técnico-artísticos. Pero una desconexión de esos saberes me impediría la posesión de mí mismo, pues sin unidad no
hay poder ni posesión. Por tanto, la “virtud perfecta” se engendra en la
posesión de los saberes, y en la relación adecuada entre ellos. Ahí se alcanza
la identidad más plena, y la máxima libertad, pues me parezco a Dios. El
cristianismo añade que efectivamente la fe en Jesucristo me permite avanzar en
esa libertad, dado que se ofrece una esperanza concreta, la cual no puede estar
en la filosofía de la apertura infinita. Los “heroicos furores” de Giordano
Bruno no ayudan a vivir.
No se puede ser libre en la inseguridad.
La filosofía del puro progreso, en la medida en que confía en un futuro permanentemente
abierto, impide que el ser humano pueda sentirse seguro. Por el contrario es en
la identidad, en la casa, donde la plena confianza me da seguridad y, por
tanto, libertad. Y además paz para el espíritu.
El mundo de hoy, marcado “culturalmente”
por el progresismo radical, pone toda su fe en el crecimiento continuo de lo instrumental -no hay límite, fin final, perfección-, sino que
todo es instrumento para lo “próximo”, y se convierten por tanto los procedimientos en la clave organizativa
de la vida. Nuestra sociedad, en la que ya todo va convirtiéndose en
progresista, pone el poder económico en manos de los gestores de las
Organizaciones y de los Bancos; el poder mediático en manos de expertos en
comunicación que “compran contenidos”; el poder político en manos de
especialistas en el “juego político”. Cuenta primariamente en todos los casos
el procedimiento para conservar el poder y, presuntamente, progresar.
La
solidez de las tres grandes columnas de toda verdadera sociedad -familia,
centros de educación e iglesia- es considerada impedimento para el progreso -así
fue afirmado ya explícitamente desde la Revolución de finales del XVIII- y en
consecuencia, puesto que no es fácil arrancarlas de golpe, hace falta instrumentalizarlas. Las familias se
rompen, las instituciones educativas se convierten en meros centros de
generación de futuros agentes económicos, y la iglesia es deliberadamente
atacada para ser sustituida por una religión civil útil al progreso.
El resultado está a la vista: decepción
progresiva y tristeza de la gente, unidas al poder totalitario de las instituciones económicas, mediáticas y políticas, que además de ser totalitarias,
o más bien por serlo, se erigen en sustitutas,
respectivamente, de familia, centros de educación e iglesia. Las familias son sacrificadas
en el altar del progreso mediante la desconexión del trabajo de marido y mujer,
junto al menosprecio de la fertilidad, más todo un sistema de persecución
sistemática de la institución misma; los centros de verdadera educación son sacrificados
y sustituidos por lo que al parecer facilita el progreso, a saber, unos medios
de comunicación de masas con técnicas retóricas de sugestión y frecuente
superficialidad, unidos a una organización del sistema de enseñanza hecho con
espíritu meramente economicista; por último, el Estado Democrático, también en
nombre del progreso, se ha convertido en el sustituto de Dios -como ya vio bien
Hegel-, cuyo culto es la Religión de la Humanidad, el “humanitarismo”.
El espíritu fundacional de esta
Universidad no deja lugar a dudas: la
casa, la familia, es un espíritu
materializado de formas diversas, pero central. El Fundador quería que en esta
Universidad, en primer lugar, la gente encontrara su casa, una realidad más espiritual que material, cuyo peligro es
ser sacrificada en el altar de la gestión.
Después, que, como centro educativo, cumpliera con la enorme responsabilidad de
proporcionar a los alumnos unos verdaderos maestros,
que son como “segundos padres o madres”; para el Fundador carecería de sentido
lo que hoy es común en las Universidades, a saber, que -aunque no se diga así- ya
no hay maestros, sino meros profesores empleados a sueldo de los
gestores, una dolorosa figura hoy ya muy real en el mundo. La religión, por
último, como pide el cristianismo y lo entendió de modo tan profundo San
Josemaría, no se debería imponerse en lo más mínimo, pero tampoco ser colocada
sólo como una mera oferta de “servicios religiosos”, sino que, como es
normal, éstos se ofrecieran, pero luego,
según el espíritu fundacional, los maestros y todos los miembros de la
dirección y administración de la Universidad impregnaran cada uno en la medida
de sus posibilidades, su trabajo con el
espíritu de la Verdad.
Un ambiente así es necesariamente de
libertad y de paz. De paz porque el amor es conservador,
quiere cuidar al ser querido. Y de verdadero avance del saber, porque sólo el
amor es inventivo para el bien y la
mejora de la Naturaleza misma, de los seres queridos y del bien común general.
Inventar así es avanzar con sentido;
lo otro es mero progreso. Ese amor conservador e inventivo construye en el
alma una seguridad libre que es una libertad segura, una serena paz unida a la continua mejora y avance
que perfecciona nuestra identidad. En esa identidad se es libre.
C.M. Belagua/C.M. Mendaur
Apertura de Curso 2018-19
Pamplona, 18 de septiembre de 2018
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