Días atrás, se celebró con diversos eventos, el 70º
aniversario de la Declaración de los Derechos Humanos y el Día Internacional de
la Democracia.
Cuando escuchamos hablar de Derechos Humanos, tendemos a
pensar en la Declaración de los Derechos Humanos de 1948, o bien en su
precedente, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del año
1789. Pero lo que a veces olvidamos, es que la historia del reconocimiento de
los derechos humanos, empezó mucho antes… de la mano de sacerdotes católicos.
El descubrimiento de América, y la expansión del Imperio
español en territorios habitados por pueblos nativos, planteó una serie de
problemas morales a los teólogos y juristas españoles. De acuerdo con María
Elvira Roca Barea, en su libro “Imperiofobia y leyenda negra”, disponible en la
Librería LEA, “desde que llegaron al Nuevo Mundo, en 1510, los dominicos
tomaron sobre sí la defensa de los indígenas y la denuncia de las injusticias
que con ellos se cometían.”
En su sermón de Navidad de 1511 Fray Antonio de Montesinos
cuestiona a sus fieles: “¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a
estos indios? Estos, ¿no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No estáis
obligados a amarlos como a vosotros mismos?”
Como respuesta a las denuncias, en 1512, se promulgaron las
Leyes de Burgos, que fueron seguidas en 1513 por las Leyes de Valladolíd.
En 1542, se promulgan las Leyes Nuevas, que ponen a los
indígenas bajo la protección de la Corona. Y en 1551 se reúnen en Valladolíd
los mejores teólogos y juristas del Imperio español, para discutir la moralidad
y legalidad de sus acciones en territorio indiano.
“Dejemos de lado –ironiza Roca Barea- la anomalía histórica
que supone que un imperio en plena expansión detenga su maquinaria para
discutir la legitimidad moral y legal de sus conquistas. (…) Puede el lector
fatigar las leyes británicas y las actas parlamentarias –dice la historiadora-.
En vano. No encontrará leyes sobre el trato debido a los indígenas en los
territorios que se iban conquistando en Norteamérica o planes para su
integración. Simplemente no existen. Nadie se plantea (los clérigos tampoco)
que tengan alma, o que necesiten atención hospitalaria o que se pueda pactar
con ellos” concluye la experta.
A tal punto era sensible la conciencia del Emperador Carlos
V respecto de los nativos americanos, que en 1549 antes de la Junta de
Valladolíd, estaba decidido a abandonar las Indias a sus antiguos señores, si
se demostraba que su dominio era ilegítimo. Esa decisión no se ejecutó, gracias
al dictamen de Fray Francisco de Vitoria, que si bien fue crítico, proveyó las
bases morales para mantener la presencia de España en las Indias.
¿Quién fue Francisco de Vitoria? Este brillante dominico,
nació en Burgos en 1483, se doctoró en Teología en la Universidad de Paris en
1522, y fue Catedrático de Teología de la Universidad de Salamanca, desde 1526
hasta su muerte. Fue él quien puso los fundamentos del moderno Derecho Internacional,
siendo además, el precursor de los Derechos Humanos. Sobre los cimientos que él
dejó, el jesuita Francisco Suárez, desarrollo su doctrina de la soberanía
popular y los derechos humanos. Pero
vamos por partes.
En 1539, en su obra titulada De Indis, Vitoria aborda uno de
los grandes problemas de su época: la donación por parte del Papa de las
tierras conquistadas en el Nuevo Mundo, a la Corona española. ¿Es lícito –se
pregunta Vitoria- que el Papa done tierras pobladas por infieles al poder temporal?
De acuerdo con el Prof. Mariano Fazio, en su libro “Historia
de las Ideas Contemporáneas”, para contestar a esta pregunta, Vitoria procura
dar respuesta a tres problemas:
1. si los nativos eran verdaderos dueños de esas tierras;
2. si los títulos de propiedad usados por los conquistadores
justificaban la ocupación de América; y
3. si había argumentos legítimos que permitieran a la Corona
reclamar el dominio.
Vitoria responde a la primera cuestión sosteniendo que los
nativos, “ejercen el uso de razón”, y que “la capacidad de dominio del hombre
deriva de su condición personal, y en consecuencia, ningún pecado ni
infidelidad (…) impide al hombre ser dueño de sus bienes”.
Vitoria fundamenta así el título de dominio jurídico, sobre
la naturaleza de la persona humana.
A la segunda cuestión –si los títulos de propiedad de los
conquistadores justifican la ocupación-, el dominico responde que “ninguna
potestad temporal tiene el Papa sobre aquellos bárbaros ni sobre los demás
infieles.”
Vitoria rechaza la idea de un imperio universal, en el que
el Papa delegaba en el emperador el poder temporal universal del cual era
depositario. De este modo, rompe con la teocracia medieval, pero fiel a las
enseñanzas de Santo Tomás de Aquino, afirma que “todos los hombres son por
naturaleza, libres e iguales”.
Así, el dominico defiende el orden natural, afirma la
absoluta gratuidad del orden sobrenatural y establece la necesidad de evitar la
coacción en materia de fe: “Aunque la fe haya sido anunciada a los bárbaros
–dice Vitoria- y éstos no la hayan querido recibir, no es lícito, por esta
razón, hacerles la guerra ni despojarlos de sus bienes”.
Para el dominico, creer es una acción libre, y la fe, un don
de Dios. Como buen discípulo de Santo Tomás, Vitoria advierte que la verdad de
la fe cristiana, no se puede imponer por la fuerza, ya que no es lícito violar
el íntimo sagrario de la conciencia personal.
A la tercera cuestión –si era legítimo que la Corona
reclamara el dominio de esas tierras-, Vitoria responde afirmando que existe
“una comunidad internacional de la que forman parte todas las naciones en
igualdad de derechos y cuyos miembros deben tender al bien común.” Justifica
además lo que hoy llamamos “injerencia humanitaria”, poniendo por encima de las
leyes positivas, las leyes de la humanidad fundadas en el derecho natural y
divino: “a todos mandó Dios el cuidado de su prójimo, y prójimos son todos
aquellos: luego, cualquiera puede defenderles de semejante tiranía u opresión.”
Vitoria se refiere a la tiranía de los caciques de los pueblos indianos, y en
particular a la práctica muy extendida, de la antropofagia y de los sacrificios
humanos rituales, que año a año cobraban decenas de miles de víctimas
inocentes. Ello se consideró razón suficiente para que el Imperio Español
ejerciera el dominio de los territorios indianos, aunque por supuesto, la
evangelización de los pobladores
nativos, siempre fue el principal motivo de la expansión española en
América.
Vitoria logró integrar su humanismo cristiano -heredero de
la mejor tradición escolástica y tomista-, con la apertura a las ideas propias
de su tiempo y a la secularización de lo que de suyo, pertenece al orden
temporal; fundamentó la dignidad del hombre en su creación a imagen y semejanza
de Dios; promovió la legítima autonomía del orden temporal, sin cortar las
raíces que lo unen con la trascendencia; y abrió las puertas que permitieron a
la cultura occidental, pasar del mundo medieval al mundo moderno.
Si Vitoria puso los cimientos del edificio de los derechos
humanos contemplando la realidad de los nativos americanos, Francisco Suárez
empezó la construcción del edificio a raíz del atropello de Jacobo I de
Inglaterra contra los católicos ingleses e irlandeses.
Suárez, sacerdote jesuita, teólogo, filósofo y jurista
-también conocido como Doctor Eximio-, sostiene en sus obras –publicadas a
principios del Siglo XVII- que el Estado existe gracias al carácter social de
la naturaleza humana. El Estado está integrado por individuos conscientes y
libres que reconocen, mediante la razón, la necesidad de su existencia.
El jesuita sostiene que la ley es un principio básico para
regular el obrar humano. Pero la ley humana, debe ser respetuosa del Derecho
Natural, de esa ley que naturalmente existe en nosotros, y en virtud de la cual
somos capaces de distinguir el bien y el mal".
De Suárez proviene además, la idea de la soberanía popular.
La vieja idea tomista de que “todos los hombres nacen libres por naturaleza”,
él la complementa diciendo que si esto es así, “ningún hombre tiene poder
político sobre el otro". Por ello defiende la libertad de cada comunidad
para dotarse del régimen político que considere más oportuno. Para el Doctor
Eximio, toda sociedad humana “se constituye por libre decisión de los hombres,
que se unen para formar una comunidad política.”
Suárez sienta así las bases de la democracia moderna, al
sostener que el poder del gobernante, es otorgado por Dios a través de la
comunidad. Por tanto, si el legítimo
soberano actuara en contra del bien común y de las leyes del reino, se
convertiría en un tirano.
He aquí una brevísima síntesis del pensamiento de dos
juristas y teólogos católicos, que sobre una base filosófica tomista, pusieron
los fundamentos y los primeros ladrillos del Derecho Internacional, de los
Derechos Humanos, y de la Democracia moderna.
Creyentes y no creyentes celebramos hoy, como ciudadanos
del mundo que somos, un nuevo aniversario de la Declaración de los Derechos Humanos y el
Día de la Democracia. Un aniversario cuyas raíces se remontan siglos atrás, hasta el
mismisimo mandamiento del amor, en el que Jesucristo ordenó a sus discipulos, amarse unos a otros, como él los amó a ellos.
Ese mensaje de amor, característico del cristianismo, pasó de los
Libros Sagrados a la cultura, y de la cultura a las leyes. Así, la ley natural fue iluminada por la fe, y la fe, fue explicada por la razón. Todo ello ocurrió gracias al trabajo esforzado de hombres como Santo
Tomás de Aquino, como Francisco de Vitoria y como Francisco Suárez, entre
otros.
Vaya pues, a ellos también, nuestro humilde y agradecido
homenaje.
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