Uruguay es, y ha sido durante todo el Siglo XX y lo
que va del XXI, el país más secularizado y laico de América Latina[i].
Las causas más profundas de la debilidad de la presencia católica en nuestro
país, pueden encontrarse en la multisecular pobreza material de nuestra
Iglesia, consecuencia de la prolongada dependencia del Obispado bonaerense, del
que Uruguay se independizó recién en 1878. Si a ello se suma la creciente influencia
de la masonería en las elites gobernantes, en la cultura y en la educación del
país ya desde la segunda mitad del Siglo XIX, se entiende el motivo de la
temprana secularización del Uruguay.
En un ambiente de fuerte influencia masónica y débil influencia
católica, Uruguay entró en el Siglo XX de la mano de José Batlle y Ordóñez, un
político que en 1906, siendo Presidente de la República, ordenó retirar los
crucifijos de los hospitales públicos; en 1907 impulsó y logró aprobar la
primera ley de divorcio en la historia del país; y en 1909, prohibió la
enseñanza religiosa en la educación pública. Todo ello antes de que en 1918, la
Asamblea General Constituyente estableciera en la nueva versión de la Carta
Magna oriental, la separación de la Iglesia y el Estado.
El secularismo y el laicismo continuaron avanzando y
la Iglesia fue quedando relegada de la vida pública. Hasta que en el otoño de
1987, Uruguay recibió, por primera vez en su historia, la visita de un Papa:
Juan Pablo II. Para la primera Misa del Santo Padre en Montevideo, se construyó
una inmensa cruz de 30 metros de altura en la zona de Tres Cruces. Al pie de la
misma, se instaló el altar, desde el cual el Papa presidió la celebración. El
Papa se fue y en Montevideo se instaló una polémica tan grande como la cruz que
la protagonizó. ¿Había que dejar la cruz, o sacarla? Luego de un intenso debate
público, municipal y parlamentario, en
medio de una gran polémica, el Parlamento uruguayo decidió dejar la cruz como
recuerdo de la visita papal.
Las aguas volvieron a su cauce hasta que en 2012, por
iniciativa de un grupo de católicos, se organizó por primera vez, el rezo del
Rosario de Bendiciones para la Familia, en una gran explanada que hay sobre la
rambla, frente al Puerto del Buceo. Desde ese entonces, este evento se
convirtió en tradición y cada vez cuenta con mayor asistencia de público. Al
primer Rosario acudieron unas 1.500
personas, y al último, unas 15.000. Cada
último sábado de Enero, se monta un escenario a Cielo abierto en la rambla, desde
el cual algunos sacerdotes dirigen el rezo del Rosario. Una gran imagen de la
Virgen María, preside siempre la celebración. Llega en la caja de una camioneta
y es trasladada en andas hasta el escenario.
Hace unos años surgió la idea de dejar la imagen de la
Virgen, fija en el lugar. Dos Intendentes sucesivos de Montevideo (una
comunista y un socialista), aprobaron la propuesta. Luego, la misma fue
aprobada por cada una de las 14 oficinas y comisiones por las que pasó. Hasta que
llegó a la Junta de Montevideo, donde tras un debate que duró más de un año,
fue rechazada por 17 votos contra 14. El viejo jacobinismo, que nunca
desapareció del Uruguay, volvió a surgir con inusitada fuerza, de la mano esta vez,
del Frente Amplio. La Mesa Política de la coalición a cargo del gobierno
municipal y nacional, de mayoría mujiquista, se manifestó contraria a la
instalación de la imagen de la Virgen, y obligó a sus ediles a votar en contra,
apelando a la “disciplina partiaria”. Ninguna voz laicista se alzó cuando en el
año 2004, se instaló en otro espacio abierto frente a la rambla, una imagen de
Iemanjá, diosa del mar, venerada por los umbandistas cada 2 de febrero.
Laicidad y
laicismo
Uruguay ha sido, durante décadas, un país orgulloso de
su laicidad, aunque muchas veces, esta sea rayana en el laicismo. A tal punto
está metido ese laicismo en la mentalidad uruguaya, que no es extraño escuchar
a personas que se dicen católicas, hablar de “Semana de Turismo” para referirse
a la “Semana Santa”. Tal es la denominación oficial que se le da en Uruguay a
la Semana Santa, desde 1919…
Sin embargo, la Constitución de la República, en su
Artículo 5º, es bastante menos laicista que algunos sus intérpretes. Dice así:
“Todos los cultos
religiosos son libres en el Uruguay. El Estado no sostiene religión alguna.
Reconoce a la Iglesia Católica el dominio de todos los templos que hayan sido
total o parcialmente construidos con fondos del Erario Nacional, exceptuándose
sólo las capillas destinadas al servicio de asilos, hospitales, cárceles u
otros establecimientos públicos. Declara, asimismo, exentos de toda clase de
impuestos a los templos consagrados al culto de las diversas religiones.”
La primera frase del texto constitucional, consagra la
libertad de cultos. A continuación se establece, lacónicamente, la separación entre
la Iglesia y el Estado. El resto del párrafo, sienta las bases para una sana
cooperación entre la Iglesia y el Estado. La Constitución oriental, por tanto,
ni rechaza, ni limita, ni dificulta en modo alguno la práctica de ningún culto
religioso.
El problema, como suele suceder, no está en el texto, sino
en quienes lo interpretan. Muchos olvidan la libertad de cultos para centrarse
en la separación entre la Iglesia y el Estado, y de este modo justifican el
rechazo de manifestaciones religiosas en espacios públicos, sobre todo, o casi
exclusivamente, cuando se trata de la Iglesia Católica.
En los últimos tiempos, para afirmar el concepto de
laicidad, y distinguirlo del concepto de laicismo -cuyos pregoneros identifican
o bien confunden con el primero-, se ha empezado a hablar de “laicidad positiva”. Este concepto -de
acuerdo con las fuentes de que disponemos[ii]-, “en su versión
actual, fue teorizado en 1989 en Italia, se incorporó a nuestra experiencia
jurídica en los noventa y ha sido consolidada por el Tribunal Constitucional
(español). Así, en su sentencia 101/2004, de 2 de junio, el Tribunal sostuvo
que:
«En su dimensión objetiva, la
libertad religiosa comporta una doble exigencia, a que se refiere el art. 16.3
CE: primero, la de neutralidad de los poderes públicos, ínsita en la
aconfesionalidad del Estado; segundo, el mantenimiento de relaciones de
cooperación de los poderes públicos con las diversas iglesias. En este sentido
[…] “el art. 16.3 de la Constitución […] considera el componente religioso
perceptible en la sociedad española y ordena a los poderes públicos mantener
las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás
confesiones, introduciendo de este modo una idea de aconfesionalidad o laicidad
positiva”».”
Esta “laicidad
positiva” no es, por tanto, como han pretendido algunos laicistas locales,
un invento del Vaticano o de la jerarquía local. Es un término que se usa con
frecuencia y desde hace años en la jurisprudencia europea. Y establece un
concepto de laicidad, radicalmente opuesto al que de la misma tiene el
laicismo, que se podría sintetizar de este modo: si bien el Estado es confesionalmente neutro, ello no obsta para que
mantenga relaciones de cooperación con las diversas iglesias, en virtud del
“componente religioso” perceptible en la sociedad.
Religión y política
no deben mezclarse
Uno de los tópicos más comunes del jacobinismo es que no está bien tratar los temas políticos
desde el punto de vista religioso. Y esto lo dicen siempre, ya sea que se
trate de un debate sobre la ley de aborto, sobre la instalación de una imagen
religiosa en un lugar público, sobre el cheque escolar, o sobre un programa de
educación sexual.
Lo que no dicen, es que los políticos católicos, están
absolutamente de acuerdo con ellos en esa afirmación. Porque los argumentos que
dan en defensa de su postura, no son religiosos. Para empezar, la Iglesia Católica,
ha sido y es la principal defensora de la ley natural y del derecho natural. Y
la mayoría de las Constituciones de los países occidentales, son de filiación
jusnaturalista[iii].
Por tanto, quien defiende el derecho natural, sea cual sea su religión o irreligión,
estará siempre de acuerdo con dos cosas: con la Iglesia Católica y con la
Constitución.
El político
habla en nombre del pueblo, no de su conciencia
Otro tópico corriente, es que “cuando uno hace política en representación del pueblo que lo eligió,
no debería privilegiar sus convicciones personales como principal argumento
político.”
Dicha argumentación, equivale a solicitarle a un diplomático que integra el Consejo de Seguridad de la ONU, que se centre en los problemas internacionales que se tratan en la asamblea, olvidando por completo a qué país y a qué continente pertenece… Lo cual sería un error porque a nadie se le puede exigir que deje de ser quién es en la puerta del Parlamento, como si se tratara de un paraguas.
Con ese criterio, habría que preguntarse qué ocurre cuando un ciudadano católico, vota para que lo represente a un legislador laicista, relativista o jacobino. ¿Está obligado el legislador a votar de acuerdo con las convicciones de su votante católico, o debe actuar según sus propias convicciones filosóficas? En nuestra opinión, todo legislador debe actuar de acuerdo con los principios y valores en los que cree. Es el ciudadano, mediante su voto meditado, quien tiene la responsabilidad de aprobar o desaprobar a los candidatos que lo representarán en el Parlamento. Si un ciudadano vota a un determinado candidato, habrá que asumir que está de acuerdo con lo que él decida en todas las materias posibles, o al menos en la mayoría, y que si no estuviera de acuerdo con él en lo que considera fundamental, habría votado a otro. En síntesis, ni al librepensador, ni al católico, se le puede cuestionar que al ejercer un cargo político, actúe de acuerdo con lo que le dicta su conciencia.
Sí sería deseable, sin embargo, que todos los políticos votaran leyes que reflejen la ley natural. Lo que equivale a decir, en la mayoría de las naciones occidentales, leyes que no sean de hecho o de derecho, flagrantemente inconstitucionales.
Dicha argumentación, equivale a solicitarle a un diplomático que integra el Consejo de Seguridad de la ONU, que se centre en los problemas internacionales que se tratan en la asamblea, olvidando por completo a qué país y a qué continente pertenece… Lo cual sería un error porque a nadie se le puede exigir que deje de ser quién es en la puerta del Parlamento, como si se tratara de un paraguas.
Con ese criterio, habría que preguntarse qué ocurre cuando un ciudadano católico, vota para que lo represente a un legislador laicista, relativista o jacobino. ¿Está obligado el legislador a votar de acuerdo con las convicciones de su votante católico, o debe actuar según sus propias convicciones filosóficas? En nuestra opinión, todo legislador debe actuar de acuerdo con los principios y valores en los que cree. Es el ciudadano, mediante su voto meditado, quien tiene la responsabilidad de aprobar o desaprobar a los candidatos que lo representarán en el Parlamento. Si un ciudadano vota a un determinado candidato, habrá que asumir que está de acuerdo con lo que él decida en todas las materias posibles, o al menos en la mayoría, y que si no estuviera de acuerdo con él en lo que considera fundamental, habría votado a otro. En síntesis, ni al librepensador, ni al católico, se le puede cuestionar que al ejercer un cargo político, actúe de acuerdo con lo que le dicta su conciencia.
Sí sería deseable, sin embargo, que todos los políticos votaran leyes que reflejen la ley natural. Lo que equivale a decir, en la mayoría de las naciones occidentales, leyes que no sean de hecho o de derecho, flagrantemente inconstitucionales.
El político
católico obra sólo por fe
Muchos laicistas seguramente piensan que los políticos
católicos tienen una fe ciega, que no son capaces de razonar con lógica, etc. Y
que obedecen a pies juntillas todo lo que les dice la Iglesia, sin detenerse a
pensar jamás. Habría que aclararles que ser católico, no significa –solamente-
creer en Dios y en lo que la Iglesia dice, por el sólo hecho de que la Iglesia
lo dice. Ser católico significa, entre otras cosas, tener una peculiar
concepción antropológica, de la que se sigue una peculiar concepción de la
sociedad, del gobierno, de las instituciones. Del derecho natural que,
reiteramos, inspira las Constituciones de la mayoría de los países
occidentales. Ello no significa que exista “una única solución católica” para
todos los problemas de la sociedad. Lo que significa, es que a partir de
ciertos principios y criterios fundamentales no negociables, se pueden
encontrar cientos de soluciones posibles.
No deja de ser paradójico, por tanto, que mientras los
relativistas “liberales” exigen a los católicos dejar sus convicciones fuera
del ámbito legislativo, los católicos solo exigen de ellos argumentos racionales,
lógicos, jurídicos, sociológicos y antropológicos que avalen sus posturas.
Nunca se ha visto en ningún parlamento del mundo que un católico exija a un
relativista, dejar de serlo cuando entra al Parlamento.
¿Por qué?
Porque no es racional. Y porque no existe tal cosa como la “neutralidad
política”, ya que esta es en sí misma una postura política. Es falso por tanto que
haya una confrontación entre lo político por un lado y lo religioso por el otro
en las decisiones políticas de un cuerpo legislativo. Porque el político,
aunque sea religioso, no acude al Parlamento a defender cuestiones de fe, sino
cuestiones filosóficas, jurídicas, científicas, políticas. Y porque las razones
que da, son de orden racional, no de orden espiritual. Todo parlamentario está
influenciado en su modo de pensar por alguna concepción filosófica, y por eso
no se puede hablar de dejar nada de lado cuando se participa en política.
Lo mismo ocurre, en general, con todos los argumentos que se dan en los distintos debates. Si un político católico está contra el aborto, en el Parlamento no argumenta que el aborto está mal porque el ser humano es obra de Dios, sino amparándose en la Constitución, y en la protección que esta brinda a todo ser humano desde la concepción. Si está en contra del “matrimonio” igualitario, no argumenta blandiendo las Epístolas de San Pablo, sino quizá, sosteniendo que el matrimonio está protegido y amparado por la Constitución[iv] en atención a los hijos que de él puedan venir; algo muy distinto de lo que ocurre en las parejas homosexuales, que son de suyo estériles.
Por supuesto que un católico siempre va a estar de acuerdo con que un ser humano es obra de Dios y con las Epístolas de San Pablo. Pero en el Parlamento, argumentará siempre desde el derecho natural, desde la ciencias biológicas, desde la bioética, desde la sociología, desde la Constitución… En una palabra, desde la razón, no desde la fe, que a nadie se puede exigir. En el debate sobre la instalación de una imagen de la Virgen en Montevideo, a nadie se le ocurrió argumentar que la Virgen debería estar presente en la Rambla porque es la Madre de Dios. La argumentación principal de basó en que los católicos tenemos exactamente los mismos derechos que los umbandistas de venerar una imagen religiosa en un espacio público. Este, obviamente, no es un argumento religioso: es un argumento jurídico y lógico basado en la defensa de la libertad de cultos consagrada en la Constitución y del principio de equidad.
Lo mismo ocurre, en general, con todos los argumentos que se dan en los distintos debates. Si un político católico está contra el aborto, en el Parlamento no argumenta que el aborto está mal porque el ser humano es obra de Dios, sino amparándose en la Constitución, y en la protección que esta brinda a todo ser humano desde la concepción. Si está en contra del “matrimonio” igualitario, no argumenta blandiendo las Epístolas de San Pablo, sino quizá, sosteniendo que el matrimonio está protegido y amparado por la Constitución[iv] en atención a los hijos que de él puedan venir; algo muy distinto de lo que ocurre en las parejas homosexuales, que son de suyo estériles.
Por supuesto que un católico siempre va a estar de acuerdo con que un ser humano es obra de Dios y con las Epístolas de San Pablo. Pero en el Parlamento, argumentará siempre desde el derecho natural, desde la ciencias biológicas, desde la bioética, desde la sociología, desde la Constitución… En una palabra, desde la razón, no desde la fe, que a nadie se puede exigir. En el debate sobre la instalación de una imagen de la Virgen en Montevideo, a nadie se le ocurrió argumentar que la Virgen debería estar presente en la Rambla porque es la Madre de Dios. La argumentación principal de basó en que los católicos tenemos exactamente los mismos derechos que los umbandistas de venerar una imagen religiosa en un espacio público. Este, obviamente, no es un argumento religioso: es un argumento jurídico y lógico basado en la defensa de la libertad de cultos consagrada en la Constitución y del principio de equidad.
El político
católico no es otra cosa que un representante de la Iglesia
Otra variante que se maneja a menudo en la
argumentación jacobina, es que a esta altura de la modernidad, es infame que
existan políticos que privilegian su dimensión religiosa sobre su condición de
integrantes de un determinado partido. Así, estos políticos pasarían a ser
representantes de la Iglesia dentro de sus respectivos partidos. Por supuesto
que a este razonamiento se puede responder como se respondió arriba: los
relativistas serían también representantes del relativismo dentro de sus
respectivos partidos. Pero además se puede decir que esta preocupación nunca
sale a la luz cuando dentro de los partidos, las mujeres crean comisiones de
“género y equidad”, o cuando en los parlamentos de los distintos países, forman
“bancadas femeninas”. En tales ocasiones, nadie dice nada, nadie se queja.
Claro, una cosa es oponerse a la Iglesia Católica y otra a la corrección
política al uso.
Por supuesto que no hay en ningún país del mundo, una
“bancada católica”. Ni la hay, ni debería haberla. Pero ello no quiere decir
que los legisladores católicos, junto a los que no lo son, pero defienden el
derecho natural, deban desprenderse de sus ideas porque los relativistas lo
exigen. De hecho, hay muchos no creyentes que son firmes partidarios de la
“laicidad positiva”, contrarios al aborto y al “matrimonio” igualitario, por
mencionar solo algunos temas en los que hay coincidencia. No son monaguillos
que repiten como loros la doctrina católica de moda (si es que alguna vez la
doctrina católica puede estar a la moda…). No se distinguen por calcar el
pensamiento del Papa. Son no católicos o no creyentes que, simplemente, opinan
que la libertad es para todos, y que nadie debe ser recluido en las catacumbas
en razón de su pensamiento.
Lo que en verdad preocupa a los
laicistas
En el fondo, parecería que lo que en realidad teme el
jacobinismo, es que la Iglesia se haga visible, que se manifieste públicamente,
que crezca… No parece casualidad que el ex Presidente de la República, haya
advertido sobre los “intentos reiterados de la Iglesia Católica
por avanzar en terrenos reñidos con
nuestro sistema”, que un
diputado frenteamplista haya manifestado su preocupación al verificar que "hay un empuje de la Iglesia Católica y de las iglesias pentecostales”
que él cree “malos para el laicismo”
y que un columnista político de un semanario partidario haya expresado que lo
que procura la Iglesia con la “laicidad positiva”, es “ganar espacio a la religión católica por doquier”.
Todos coinciden en lo mismo: en un país donde
supuestamente hay libertad de cultos, a todos les preocupa que la Iglesia, en
el uso legítimo de esa libertad, crezca y gane protagonismo.
Conclusión
A partir de la realidad en que nos ha tocado vivir, y
que como las viejas herejías, ha tenido la virtud de obligarnos a desarrollar
argumentos para contrarrestarlas, hemos querido realizar una modesta contribución
a la discusión y la argumentación a favor de la libertad religiosa y de la
“laicidad positiva”.
Somos partidarios de la tolerancia y de la pluralidad
de opiniones. El intercambio de ideas, siempre que se haga con respeto, puede
llegar a ser muy fecundo, siempre y cuando se tenga la sensatez de reconocer
que no todas las ideas son buenas, ni todas valen lo mismo. Algunas ideas son
geniales, y otras son sencillamente estúpidas. En algunos temas, querríamos que
todas las soluciones partieran desde una base común de respeto al derecho
natural, a menudo consagrado y reflejado en las Constituciones de las naciones
occidentales. Pero aún cuando esto no sea así, sabemos que no podemos pedir a
nadie que opine en contra de su conciencia. Y por ello, exigimos que a nosotros
se nos trate del mismo modo.
Al fin y al cabo, ¿se puede esperar algo de un político que no es capaz de levantar la voz para defender aquellos principios, ideas y valores con los que se identifica y en los que dice creer?
Álvaro
Fernández Texeira Nunes
[i] El porcentaje de católicos se mantuvo casi inalterable (alrededor de un
60%) desde 1900 hasta 2000. Entre 2000 y 2015, el número de católicos bajó
abruptamente. En la actualidad, menos de un 40% de los ciudadanos se declaran
católicos. De ellos, entre el 4 y el 5% asiste a Misa los domingos.
[iii] “Todas las Constituciones de nuestros países recogen la herencia que viene de las declaraciones de derechos y Constituciones de los Estados Unidos, y para nosotros, muy concretamente de la Constitución de Cádiz que es una de las cosas más locas y maravillosas que pueda recordarse. No consagran ni otorgan derecho alguno; simplemente se limitan a reconocer en las personas derechos preexistentes. Los individuos son personas precisamente porque tienen derechos que nos les han sido otorgados por el sistema jurídico, sino que éste simplemente reconoce.” (Wilson Ferreira Aldunate, “Nacionalismo y latinoamericanismo”, 1987)
[iv] Artículo 40.- La familia es la base de nuestra sociedad. El Estado velará por su estabilidad moral y material, para la mejor formación de los hijos dentro de la sociedad.
Artículo 41.- El cuidado y educación de los hijos para que éstos alcancen su plena capacidad corporal, intelectual y social, es un deber y un derecho de los padres. Quienes tengan a su cargo numerosa prole tienen derecho a auxilios compensatorios, siempre que los necesiten.
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