Esta semana se ha realizado en el Aula Magna de la Universidad la Investidura de los 200 nuevos doctores que han defendido en el presente curso sus tesis doctorales luego de cumplir con todos los demás requisitos curriculares, que suelen insumir largos años de trabajo. Pertenecen a un plexo universal de países; muchos latinoamericanos. El Discurso de Investidura -como es tradicional- estuvo a cargo del Padrino de esta múltiple promoción de nuevos doctores. Este año fue elegido el Prof. Dr. Don José Ángel García-Cuadrado, Decano de la Facultad Eclesiástica de Filosofía. Por su interés general. hemos obtenido su consentimiento para poder difundirlo a través de las redes de CIVILITAS y de CIVILITAS-EUROPAExcelentísimo Sr. Rector Magnífico
Señoras y Señores
Queridos nuevos doctores
“Una vez más (…) nos reunimos para celebrar este acto de la solemne investidura de los doctores que han obtenido su título durante el presente curso académico. Esta nueva promoción de doctores, a la que tengo el honor de apadrinar, es el testimonio elocuente de la continuidad (…) de esa tarea callada y oscura de la investigación científica. Es también el índice de una relativamente vieja solera investigadora que comenzó con la misma Universidad de Navarra, porque una Universidad sin investigación no es Universidad”.
Si alguno de ustedes hubiera asistido a este mismo acto hace treinta y nueve años podría, con razón, amonestarme por plagio. Sería muy desafortunado, por mi parte, incurrir en esta grave falta precisamente en un acto de investidura de nuevos doctores. Por eso me veo obligado (gustosamente obligado) a citar al autor de las palabras con las que he comenzado mi intervención.
Otro 7 de junio, pero del año 1974, el honor de apadrinar a la nueva promoción de doctores recayó en mi padre, el profesor Jesús García López, catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras. Aquel día, representando a los nuevos doctores habló el Profesor ahora Emérito D. Pedro García-Casado, y según relata la crónica del Diario de Navarra, “durante el desarrollo del acto académico actuó el coro universitario bajo la dirección de D. José Luis Ochoa de Olza”. Es evidente que aquel día, como hoy, la Universidad se vistió de gala para honrar a los nuevos doctores. No negaré que mis palabras brotan, en cierto modo, al calor de esta providencial coincidencia.
A lo largo de estos días me he preguntado con frecuencia qué se espera del padrino de un acto académico como el que hoy nos congrega. Con rigor filológico acudí al Diccionario de la Real Academia Española, y encontré diversas acepciones del término “padrino”. La última de ellas dice así: “Influencias de que alguien dispone por relaciones o amistades, para conseguir algo o desenvolverse en la vida”. Inmediatamente descarté esta acepción, pues me temo que mis amistades y relaciones de poco les van a servir a ustedes en su futuro profesional. Tampoco me acababa de convencer otra acepción según la cual el padrino es el “hombre que asiste a otro para sostener sus derechos, en certámenes literarios, torneos, desafíos, etc.”. Así, se habla del padrino de un duelo de honor. Espero sinceramente que ninguno de los nuevos doctores tenga previsto batirse en duelo al concluir este acto, pues en tal caso me vería obligado a declinar la invitación a asumir esas funciones de padrinazgo.
La acepción que más se ajusta a las presentes circunstancias es la siguiente: “Hombre que presenta y acompaña a otro que recibe algún honor, grado, etc.”. Los verdaderos protagonistas de esta tarde son los nuevos doctores y corresponde al padrino acompañarles en este momento de “triunfo”. Culminar el doctorado supone el coronamiento de un esfuerzo prolongado, no exento de dificultades de las que se ha salido, finalmente, airoso. El doctorado supone un cierto triunfo, una victoria: este es el sentido que tenía el “Víctor” con el nombre del nuevo doctor, que se pintaba antiguamente en las paredes de las Universidades, en algunos casos con sangre de toro, para emulación y ejemplo de las generaciones venideras.
En todo caso, desearía que mi acompañamiento no fuera meramente pasivo, como el de un convidado de piedra.
Dicen que en época del imperio Romano, cuando un General llegaba victorioso a Roma y se le recibía en honor de multitudes, a su lado siempre había un esclavo que le susurraba al oído Memento mori, “recuerda que eres mortal” como un antídoto contra la vanagloria. Salvando las distancias (que son muchas), me gustaría esta tarde sumarme a las felicitaciones, y al mismo tiempo, en voz baja decir a los nuevos doctores: “Recuerda que eres humano”. Y el ser humano, según la afortunada descripción del filósofo Alisdair McIntyre, es un ser racional y dependiente.
A todos nos llenan de admiración las vidas de mujeres y hombres que “se han hecho a sí mismos”. Estos ejemplos de superación personal son siempre estimulantes, y nos sacan de la atonía, de la cultura de la queja y del conformismo. Pero a veces, la autosuperación puede llegar a decantar en una inhumana autosuficiencia expresada más o menos con estas palabras: “Yo no debo nada a nadie”. Desde aquí no hay más que un paso hasta la famosa autodedicatoria: “A mí mismo, con la admiración que me debo”. Por eso, quizás hoy, sea un buen momento para que en medio del colorido de los trajes académicos, de los aplausos, de los flashes y felicitaciones, recordemos sí, nuestra victoria, pero dando gracias a Dios y recordando también con honda gratitud todo lo que hemos recibido de los demás.
Recordamos, en primer lugar, lo recibido de tanta gente que con su trabajo discreto ha hecho posible vuestro “triunfo”. Algunas de esas personas tiene un “rostro” definido: bibliotecarias, conserjes, ayudantes de laboratorio... Otras, en cambio, permanecen en el anonimato, como las personas del servicio de limpieza que muy de madrugada hacen posible la pulcritud y el orden material en la Universidad, que tan callada y profundamente contribuyen a la formación y al trabajo de todos. También quisiera referirme a tantos Amigos de la Universidad de Navarra que de manera generosa facilitan año tras año los medios económicos para que se pueda desarrollar aquí una investigación de alto nivel como vuestros trabajos doctorales lo certifican.
Quisiera recordar, en segundo lugar, a vuestros maestros. El pensador catalán Jaime Balmes se refiere a un filósofo griego que pasó a la historia por gloriarse de no haber tenido nunca maestro. A lo que Balmes añade con fina ironía: “Para ser ignorante, no se precisa maestro”. Después de más de veinte años trabajando en esta institución universitaria he llegado a la convicción de que los verdaderos tesoros de la Universidad de Navarra no se custodian en sótanos blindados con fuertes medidas de seguridad, sino que nos encontramos con ellos al salir del ascensor o en el torno de la Biblioteca, en las aulas y en los despachos, siempre disponibles a enseñar con sencillez y sin envaramiento a quien desee aprender. Los verdaderos maestros enseñan siempre: en la lección magistral y en la entrevista en la que corrigen con rigor, esmero y paciencia los capítulos de las tesis que van cobrando hechuras de trabajo bien hecho.
En octubre de 1972, el primer Gran Canciller de la Universidad en una investidura de doctores Honoris Causa pronunció estas palabras que cobran ahora una fuerza especial: “Cuando el ánimo fatigado de tantos protagonistas de la tarea universitaria trasluce hoy los desasosiegos de una hora de cambios profundos, es una invitación a la esperanza contemplar la vida de los tres nuevos Doctores: sus años de servicio generoso a la Universidad; su grandeza de ánimo para afrontar problemas arduos; su trabajo constante, con altura, sin desmayos ni rutina; su solicitud en la formación de tantos discípulos, en los que han sabido despertar la conciencia de la nobleza de la vocación universitaria, como instrumento de progreso espiritual, científico, cultural y civil”. La tradición de grandes maestros en la Universidad de Navarra es extensa y fecunda, pero quisiera referirme ahora a dos de esos maestros que han fallecido recientemente: los profesores D. Leonardo Polo y D. Félix Álvarez de la Vega. Evocar sus figuras resulta más elocuente de lo que podrían serlo mis palabras sobre lo que significa ser un maestro universitario.
Finalmente es obligado recordar (de nuevo, una gustosa obligación) la deuda de gratitud contraída con nuestros padres. Permítanme que traiga de nuevo a la memoria un recuerdo de mi padre. En 1950, publicó su primer libro titulado Nuestra sabiduría racional de Dios. En la dedicatoria se lee: “A mi madre, que no entenderá este libro, pero que sabe de Dios mucho más de lo que en él se enseña”. Me consta que mi abuela no obtuvo nunca el doctorado en Teología ni en Filosofía. Tampoco hizo ningún master, ni estudió carrera universitaria alguna. Sus competencias y habilidades académicas se limitaban a saber leer y escribir, con una cultura general muy elemental. Pero sabía de Dios, lo cual no es poco. Desde sus mismos orígenes, la institución universitaria reconocía que la ciencia más alta es la Teología, porque tenía por objeto a Dios, causa y fin de todas las cosas. Por eso Romano Guardini concluía que “Quien sabe de Dios conoce al hombre”. Mi abuela sabía de Dios, y por eso fue capaz de enseñar a sus hijos lo esencial de la vida humana, “aquellas pocas palabras verdaderas” como diría Machado. Creo que, por eso, habría podido recibir con toda justicia el título de Doctora humanitatis, Doctora en Humanidad.
Y creo que esto mismo se puede decir de vuestros padres. Quizás ellos no entiendan ni una palabra de vuestra tesis (a la vista de los títulos, puedo asegurar que tampoco yo entendería ni una palabra de muchas de ellas). Y, sin embargo, os han sabido enseñar lo esencial de la vida humana: buscar y decir la verdad, el amor al trabajo bien acabado, el valor de cada persona, la necesidad de agradecer, de perdonar y pedir perdón. Todo esto os ha hecho más humanos y por eso también ellos se han hecho acreedores, de algún modo, al título de Doctores en Humanidad.
Hacer memoria de lo que hemos recibido no supone una mirada nostálgica hacia el pasado, sino tomar conciencia de que el futuro, tantas veces incierto, dependerá de nuestra capacidad de llenar de humanidad la sociedad en la que nos encontremos. Como San Josemaría afirmaba en el acto antes mencionado: “La Universidad no vive de espaldas a ninguna incertidumbre, a ninguna inquietud, a ninguna necesidad de los hombres. No es misión suya ofrecer soluciones inmediatas. Pero, al estudiar con profundidad científica los problemas, remueve también los corazones, espolea la pasividad, despierta fuerzas que dormitan, y forma ciudadanos dispuestos a construir una sociedad más justa”.
Queridos nuevos doctores: hoy celebramos que os habéis hecho merecedores de la máxima distinción académica que puede conferir una Universidad: el grado de doctor. Espero que algún día, vosotros y yo, nos hagamos merecedores también del grado de Doctores en humanidad.
Muchas gracias
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