jueves, 30 de septiembre de 2010

BIEN COMÚN Y SENTIDO COMÚN EN UN MUNDO MULTICULTURAL

La multiculturalidad es tan antigua como la misma humanidad. El cultivo de cada persona en su familia, en su ciudad, nunca es exactamente el mismo que el de otras personas. Justamente esa diferencia hace posible algo que es central para la cultura, a saber, el diálogo. La diferencia existe para la relación y la relación para la vida de cada uno, que crece y es feliz en ella.

Ese diálogo entre personas cercanas genera, con el paso del tiempo, las culturas de las sociedades. Y ciertamente existen culturas más cercanas o más lejanas, pero el problema del diálogo entre ellas no es esencial, aunque es verdad que resulta más difícil normalmente acercar culturas lejanas. En otras palabras, lo que se sostiene aquí es que la multiculturalidad no es un problema, sino una dificultad.

Si observamos los tres trascendentales, o dimensiones antropológicas funda¬mentales que constituyen la base de toda cultura: lo verdadero, lo bello y lo bueno (verdad, belleza, bondad), descubri¬mos que de hecho la dimensión de la verdad está menos en discusión de lo que parece. La ciencia y la tecnología se han convertido en un lenguaje universal. Sobre las cuestiones de fondo podemos no estar de acuerdo, o ser relativistas escépticos, pero no te¬nemos dudas sobre la posibilidad de entendernos en un diálogo con científicos de otras culturas.

Tampoco la dimensión de la belleza presenta tantas dificultades. Podemos diferir sobre el juicio concreto de un gusto, sentir como fea una cosa que les gusta a otros, o como exótico algo que le parece normal a otro. Pero en el fondo no nos gustaría que esas diferencias –subjetivas o también objetivas– desaparecieran: la dimensión de la belleza más aún que las otras dimensiones existe necesariamente en la variedad, en la multiplicidad. Y estamos dispuestos a descubrir novedades en la esfera de la belleza.

Esta disponibilidad no existe, al menos en la misma forma, en la dimensión del bien. En ésta normalmente aceptamos con dificultad las novedades, es decir, el cambio en el modo de vida. Si alguien es una persona, como se suele decir, “de principios”, “con valores firmes”, ni siquiera piensa en un posible cambio. Y si alguien no tiene o no piensa que tiene principios y valores firmes, la invitación a tenerlos le producirá, al menos inicialmente, un movimiento interno de rechazo.

La razón de esta dificultad fuerte y específica propia a la esfera del bien está, según me parece, en el carácter definitivamente existencial de dicho bien, carácter que no se presenta de la misma forma en las otras dos dimensiones citadas. La multiculturalidad ético-política no es un problema (quiero decir, algo esencialmente irresoluble), pero es una dificultad grande. Bastaría recordar tantos conflictos al interior de cada persona, tantos conflictos entre personas, y tantas guerras, para confirmar que esta interculturalidad ha sido siempre desgraciadamente muy difícil. Gestionar de modo adecuado la propia vida y la propia sociedad es el tema existencial por excelencia.

Ante todo, en nuestra experiencia personal, encontramos en primer lugar la belleza, y frente a su aparecer, quedamos admirados, absortos. Después reflexionamos y procuramos ver si este aparecer no será quizá más que “puro aparecer”, o más bien verdadero o completamente falso, según nos abra plenamente o nos cierre del todo el camino hacia la verdad. Finalmente consideramos si aquello que ha aparecido frente a nosotros y que juzgamos verdadero o falso, nos conviene existencialmente, es decir, si es bueno o malo.

Este camino a través de los trascendentales lo realizamos desde nuestro nacimiento, y genera en nosotros el hábito, la costumbre. Sucede a todos y ello es una demostración de que todos los seres humanos son esencialmente iguales; lo que es diverso es el modo concreto de generarse esas costumbres, porque depende de múltiples factores relativos a la herencia, lugar, tiempo, etcétera.

Como es bien sabido, aquí se encuentra el núcleo del problema del bien común; quiero decir, no la dificultad práctica de su realización, que ciertamente existe, sino el problema teórico, cuya resolución ha sido afrontada de modos diversos:

1) Afirmando la radical historicidad del ser humano. En consecuencia, el bien común se encontrará en cada caso de modo pragmático. Existen, con todo, diversos niveles en esta actitud. El pragmatismo puede ser estrictamente escéptico, en cuyo caso se buscarán acuerdos puntuales; o bien utópico, con la confianza de encontrar sea un “consenso racional”, sea incluso un camino hacia una existencia siempre mejor, pero nunca “definitivamente cerrada”.

2) Sosteniendo que existe algo común entre los seres humanos que trasciende el tiempo y va más allá del nivel puramente histórico.

La primera solución, muy frecuente hoy, me parece profundamente trágica, porque arranca al existir un elemento fundamental: la confianza. El ser humano no puede vivir sin relacionarse, pero si se toma en serio el escepticismo, no es posible fiarse. De otra parte, no hay seguridad alguna de que llegaremos a un consenso racional o que nuestro camino irá siempre hacia lo mejor, también porque no tenemos aquí ninguna idea de qué puede ser eso “mejor”.

El radicalismo más fuerte de este punto de vista se encuentra en el “americanismo” tal como ha sido desarrollado, por ejemplo, por Richard Rorty: no existe la verdad, no hay nada definitivamente establecido, se suprime el “pasado trascendental” (la naturaleza, la verdad dada) y, con ello, también la justicia, porque en un futuro infinitamente abierto la justicia desaparece. En efecto, la justicia es la medida, pero no existe medida alguna que no sea un límite ya dado como criterio. En el infinito no existe el límite. El pragmatismo procede siempre hacia delante, hacia el futuro; cercano a Nietzsche, piensa que mirar al pasado (sea trascendental o cronológico) es perder el tiempo.

Se trata por así decir, de una civilización sin rencor ni venganza: el pasado está siempre cancelado, y el futuro está absolutamente abierto para todos: “live and let live”. ¡Vive y deja vivir!, pero los problemas consiguientes son múltiples. En primer lugar los que han perdido la batalla –y son la mayoría– tienden demasiado frecuentemente a reivindicar: ésta parece ser una enfermedad psicológica difícil de quitar. Pero sobre todo, el pasado, tanto trascendental como cronológico, no se puede suprimir sin suprimir al mismo tiempo la persona humana. No se puede ni pensar ni amar si no hay pasado.

Por esto hoy la democracia en el mundo global y multicultural se realiza de hecho con las tesis de Rorty, pero cada vez que tiene necesidad de justificarse en orden al bien común debe rescatar el pasado, y esto lo puede hacer y lo hace de hecho de tres maneras que conectan directamente con la segunda de las soluciones señaladas.

a. Con un comunitarismo empírico de las tradiciones cronológicas y locales. Me parece ser un intento de solución que sigue la fórmula del “particularismo elevado a nivel universal”, no lejano en algunos aspectos relevantes del nacionalismo. Para poder existir pacíficamente debe admitir principios universales dados que garanticen su existencia separada. Aquí, según mi punto de vista, existe una dificultad teórica, pero sobre todo práctica.

b. Con un recurso al pasado trascendental racional, es decir a verdades racionales que deben ser condivididas con todos justamente porque son simple y esencialmente racionales. Aquí se encuentra el discurso kantiano, y en la política actual, desde la época revolucionaria, el discurso de los derechos del hombre.

c. Con la aceptación de una anterioridad ontológica y epistemológica que garantice existencialmente la confianza y, de ese modo, la misma realidad de la sociedad.

La posición meramente racional tiene un déficit existencial, visible por ejemplo en la ética kantiana, pero todavía más en el sistema de los derechos humanos, que quiere ser objetivo pero sin anclaje ni en un bien común ontológico ni en una voluntad universal, y todavía menos en una voluntad universal que sepa cómo integrarse con las voliciones particulares: como se suele decir, “amo a la humanidad, pero mi suegra me fastidia”.

Pero, a su vez, la teoría clásica del bien común tiene la dificultad de la “excesiva universalidad”. “Hacer el bien y evitar el mal” es verdadero y existencial, pero está lejano de la concreción necesaria en la vida cotidiana. De otra parte, queda también por analizar el tema de qué significa exactamente común. Como es sabido, la “filosofía tradicional” distingue aquí entre el bien común ontológico y el bien común práctico. El primero está individuado en Dios; el segundo, como explica bien Millán-Puelles, tiene tres dimensiones fundamentales: la paz, los bienes culturales y los bienes materiales. La paz es, al mismo tiempo, bien común y conditio sine qua non para el darse de las otras dimensiones, simplemente porque sin paz no hay nada en común. Los bienes culturales son sustancialmente comunes, puesto que son esencialmente comunicables sin necesidad de dividirlos; sólo la propiedad de la materialidad de ciertos bienes culturales (un cuadro, por ejemplo), no es, al respecto, común.

El punto de dificultad se encuentra obviamente en los bienes materiales. Aquí son comunes todos los bienes necesarios para la supervivencia de la humanidad: el aire, el agua, la alimentación básica. Esto es claro, aunque a veces se trata de bienes escasos que es necesario distribuir adecuadamente, o de bienes en peligro (problema ecológico).

Pero lo que indicamos usualmente al referirnos al bien común no son los bienes comunes ahora apuntados, sino el bien común de la sociedad organizada, de la “polis”. Se trata de un bien más concreto y particularizado. Para comprender el bien en general nos bastan los principios primeros; para tomar una decisión puntual tenemos necesidad de la prudencia. Pero, a mi modo de ver, ni los primeros principios ni la prudencia bastan para comprender perfectamente el bien común concreto de una sociedad particular. Y mi pregunta es si el así llamado sentido común no podría ser considerado el órgano adecuado para captar este bien común.

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Es bien sabido que en la historia de la filosofía han sido desarrolladas diversas teorías sobre el sentido común, probablemente incluso en mayor cantidad que sobre el bien común. Y estamos hablando del sentido común que no es la así denominada facultad del sentido interno, en la tradición aristotélica.

Pero lo que apenas se ha explorado es la posibilidad de relacionar sentido común y bien común. Y quizá puede ser útil hacerlo hoy, precisamente cuando estamos buscando cómo pensar una “sociedad multicultural planetaria”. Como ya queda dicho, multicultural en un sentido amplio lo es siempre toda sociedad, pero encontrar un bien común planetario parece de suma dificultad.

Dado que sentido común y bien común tienen en común el común, comenzamos por esto último. Lo que es común en sentido propio es ontológicamente anterior a los individuos que participan de él. Si estos “vienen después” entonces lo común es algo que se encuentra, que era ya formalmente antes. Dicho de otra manera: lo común no es una síntesis. Lo común es un símbolo real, una unidad previa, en la cual están unidos los individuos.

Para el ser humano el bien supremo es el vivir plenamente en relación (no simplemente el puro convivir, la convivencia, y menos aún el vivir solitario). El verdadero vivir en relación con otros tiene como consecuencia la paz y la alegría, que son las dos dimensiones constitutivas de la felicidad. El vivir juntos o en relación no es una síntesis: hoy, sin embargo, se piensa así, y el resultado de ello es la disolución de la sociedad. Para vivir juntos o en relación verdadera se necesita siempre encontrar el símbolo adecuado (es decir, la unidad anterior y superior) para realizarlo. Cada individuo se subordina al símbolo; sin subordinación no puede haber nada en común.

El matrimonio es un símbolo, así como la patria y la Iglesia, cada una a su manera, también lo son. Una unión transitoria no es un símbolo y por tanto, tampoco el Estado lo es, lo cual indica que el Estado no tiene fuerza suficiente para unir a una población, aunque lo pretenda. El simbolismo estatal se conserva hoy predominantemente a través de los equipos deportivos nacionales, si bien la fuerza de atracción que poseen es meramente emocional.

El símbolo es siempre una realidad universal y concreta: intelectual, sensible, emocional y volitiva a la vez. El símbolo personal real por excelencia es el corazón. Un corazón verdadero recoge inteligencia y voluntad, emociones y sensibilidad. Un corazón meramente sentimental no es verdaderamente simbólico ni tampoco uno simplemente volitivo. Debe ser también inteligente y cognositivo. Pero hay algo más: en los símbolos verdaderos se cree. La vida humana, personal y social, no puede existir sin creencia, sin fe.

Pensamos que una persona tiene sentido común cuando generalmente piensa y actúa en modo tal que se corresponde con el bien común de alguna sociedad concreta. Para tener ese sentido común hace falta conocer los principios, ser prudente, ser culto, pero sobre todo y como condición sine qua non comprender y encarnar el símbolo y los símbolos de la propia sociedad.

El problema hoy, y esto no es una dificultad sino un verdadero problema, es que se están perdiendo los verdaderos símbolos. Más aún, en un cierto sentido se está perdiendo incluso la conciencia de la inevitabilidad de los símbolos verdaderos. Por esto, una experiencia corriente en nuestros días es que es cada vez más difícil encontrar personas que tengan sentido común. Era habitual sostener que el sentido común es el menos común de los sentidos, pero al menos había un grupo de personas que lo tenía; hoy es particularmente difícil encontrarlo entre la clase dirigente de la sociedad, que es aquélla que sirve como espejo en el que se mira el resto de la población.

El sentido común hoy es meramente sociológico, y no refleja ningún bien común verdadero. Es un sentido adaptativo al contexto, pero interiormente vacío.

Este peligro de la pérdida simultánea de sentido común y bien común fue presentido por los grandes ilustrados escoceses. La filosofía del common sense así como el concepto de simpathy y la idea de public opinion fueron desarrolladas por ellos con la finalidad de articular la ética, la sociedad comercial emergente y la democracia que comenzaba a despuntar como su lógica consecuencia.

Las debilidades especulativas de los escoceses fueron percibidas por Kant, el cual, sin embargo, mantiene el concepto de sentido común, que juega un papel muy importante no sólo en la Crítica del Juicio, sino en el fondo también en toda la filosofía kantiana, como ha intentado mostrar Gustavo Leyva en su obra Die Analitik des Schönen und die Idee des ‘sensus communis’ in der ‘Kritik der Urteilskraft’.

La idea de sentido común (“Gemeinsinn”) comparece en el ámbito del “juicio del gusto”. Este juicio, dice Kant, no tiene un principio objetivo, sino simplemente subjetivo y se llama precisamente “Gemeinsinn”. Este no se basa sobre conceptos, sino sobre el sentimiento [Gefühl], y es una “Wirkung” (“die Wirkung aus dem freien Spiel unserer Erkenntniskräfte”): Se trata del juego libre de las facultades cognoscitivas. Se basa así sobre la libertad y no sobre las meras costumbres históricamente establecidas (las “éndoxa”, centrales en el sentido común para Aristóteles).

Aunque sus posiciones difieren, tanto Aristóteles como Kant apuntan indudablemente a la comunicabilidad como fruto del sentido común. Si alguien no acepta en una sociedad lo que está pacífica y generalmente aceptado en ella, no puede establecer una auténtica comunicación. Kant afirma que “el sentido común es la condición necesaria de la comunicabilidad general de nuestro conocimiento” y Leyva muestra como el “Gemeinsinn” kantiano va implícitamente más allá de la esfera “estética” hacia la esfera ética e incluso religiosa.

A mi juicio y aquí no hay lugar para fundamentarlo más pormenorizadamente, la tesis aristotélica es demasiado “histórica”, y la kantiana demasiado “subjetiva”. Hace falta fundamentarse sobre el símbolo. La clave tanto del sentido común como del bien común está en él. Sin símbolo real no hay comunidad real. Sin símbolo verdadero, no hay nada verdaderamente en común.

Tenemos un ejemplo en la Unión Europea. Europa no sabe sobre qué símbolo construirse y el resultado es que se intentó una síntesis, la cual es inadecuada e incapaz de servir para la construcción de una verdadera unidad. Ahora asistimos, consecuentemente, a una lucha soterrada para diseñar la nueva Europa desde principios tradicionales cristianos o tradicionales de la masonería. A eso se le ha venido a añadir que una población creciente musulmana no acepta ninguno de esos dos proyectos. Y, si no somos capaces de construir una unidad europea, no es fácil pensar cómo podremos realizar una unidad mundial global y multicultural. Será una mescolanza sin estabilidad alguna.

Sólo aquello que es y existe por encima de nosotros puede conseguir unirnos. La familia, el saber, la religión, son las instituciones capaces de desarrollar la que se podría llamar “normalidad de la multiculturalidad”. Para una verdadera multiculturalidad tenemos necesidad de padres y madres de familia, de maestros y de sacerdotes. Verdaderos padres, maestros y sacerdotes han sido siempre las personas que mejor encarnaban el sentido común, porque vivían de lleno con la mira puesta en el bien común.

Dr. Rafael Alvira

Catedrático de Filosofía

Universidad de Navarra

(Publicado en "In umbra intelligentiae. Estudios en homenaje al Prof. Juan Cruz Cruz" Ángel Luis González y Mª Idoya Zorroza (Editores) Colección de Pensamiento medieval y renacentista - EUNSA - Primera edición: enero 2011)/




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