Intrigados por la permanencia de ciertas familias patricias durante más de 700 años en el gobierno de Roma, algunos historiadores han estudiado el motivo de tan admirable continuidad. ¿Cómo fue posible que tanto en la Roma republicana como en la imperial, miembros de una misma familia llegaran a ocupar sistemáticamente los más altos cargos de gobierno durante tantos siglos? Y esto, a pesar de ser una unidad política en permanente y universal expansión, con movimientos de asimilación y movilidad social continuos, y con frecuentes vaivenes dramáticos de fortuna política en muchos de los principales protagonistas. La razón del éxito, constatan los historiadores, se debe al modo en que algunas familias prepararon a sus vástagos para sentir y asumir las más altas responsabilidades públicas.
Esta preocupación por comenzar la formación del hombre de Estado desde su infancia, ha inquietado a las mentes lúcidas de todos los tiempos. Así lo recoge la máxima popular romana que titula estas páginas: Quien mueve la cuna mueve los Imperios, nos advierte que quien se preocupa de la buena educación de los párvulos ya está influyendo —aunque sea de modo diferido— en la sociedad del mañana.
Si bien es cierto que es deseable que todo dirigente sea una persona bien educada, afable, que facilite un trato agradable con quienes tiene que mandar, e incluso que arrastre también por su simpatía, sin embargo, eso no basta. Si se tratara, además, de un dirigente que tiene funciones públicas, sería necesario que hasta su conducta fuera educativa y ejemplar, puesto que el mismo buen ejemplo es ya parte de su privilegiado servicio a los demás. Pero esta buena educación o politesse y el buen ejemplo, son insuficientes.
Además de esos aspectos externos e inmediatos, hay que ahondar en cómo formar a los jóvenes para que tengan sensibilidad ante los temas públicos, para que vayan desarrollando sus potencialidades de un servicio más generalizado a la sociedad, y para que estén en condiciones de responder cabalmente a las exigencias del cargo.
Un programa de formación apoyado en los clásicos
La diferencia entre un simple político y un verdadero estadista –sostenía Golda Meir- está en que “el político está pensando siempre en las próximas elecciones, y el estadista piensa siempre en las próximas generaciones”. Por eso, con visión de futuro, los mejores estadistas siempre han priorizado la trascendencia de los aspectos pedagógico-formativos.
Así encontramos a Séneca que acepta la propuesta de Agripina la Menor, de convertirse en preceptor de su hijo Domicio Nerón. Aunque a Séneca le convenía este cargo para acabar con su exilio, y además le ayudó a convertirse en Cónsul, la aproximación del sabio a la cuna, como formador del princeps, fue muy positiva. No hay que olvidar que al primer quinquennium Neronis se lo recuerda como a una de las épocas más beneficiosas y felices para el Imperio, aunque de todos sea más conocido su posterior periodo de deriva patológica y absolutista.
Churchill reconoce que la mejor preparación para sus futuras responsabilidades políticas —desarrolladas en pleno siglo XX— fue el haberse centrado desde su niñez en las lecturas de Gibbon y Macaulay sobre el Imperio Romano.
También Leo Strauss retrocedió hasta los clásicos para nutrir con savia nueva y métodos originales la filosofía política. Algo parecido hizo Peter Drucker, en la ciencia empresarial, constatando en la relectura del pensamiento aristotélico sus propias conclusiones.
Tras las huellas de Ciro el Grande
Hacia el año 400 a.C. el militar ateniense Jenofonte se interrogaba por qué Ciro el Grande, hijo de Cambises, y fundador del imperio persa, triunfó tan rotundamente como gobernante. Exploró las causas y compuso la Ciropedia —o Educación de Ciro— para explicarlo a la posteridad; amén de proponer un modo de formar a los futuros gobernantes con éxito casi asegurado.
Jenofonte está convencido de que los aspectos educativos y culturales son los que más influyen a la larga en las instituciones políticas —o como se diría en términos técnicos, que la paideia configura la politeia— y que ello explica el sostenido dominio del poderío persa. Escribe en tiempos de Platón, fue discípulo de Sócrates y maestro de historiadores griegos. En la Ciropedia nos ofrece un elenco básico de condiciones, capacidades y virtudes que deben encontrarse en un verdadero gobernante. Completa esta obra con un itineriario pedagógico para lograr esa educación del gobernante ideal, salpicando de sucesos y anécdotas la historia de cómo se fraguó la formación del Rey de reyes.
Los mejores filósofos políticos consideran que, aunque nos separen 27 siglos del tiempo de Ciro, aquellos grandes hombres aún nos sirven para enriquecernos e inspirarnos en la difícil ciencia del buen gobierno. Por eso, haremos el intento de espigar algunas de las características que Jenofonte destaca en su Ciropedia, considerándo las exigencias para quien aspira a mandar y ser obedecido, también por su propia excelencia.
Siete virtudes; siete posibles traducciones
No tema el lector que entraremos aquí en un asunto que atraviesa transversalmente toda la historia de la Pedagogía, y que puede resumirse en aquella pregunta de siempre: ¿arte o naturaleza? ¿Se trata de condiciones innatas, virtudes adquiridas, o estrategias impostadas?
Contando con la limitación de lo que los filólogos han llamado "la no conmensurabilidad de los campos semánticos" -esto es, que muchos conceptos griegos expresados en una sola palabra no pueden ser adecuadamente traducidos a otros idiomas- abordaremos del modo más aproximado posible esas cualidades mínimas que señala Jenofonte en su obra para el buen gobernante de todos los tiempos.
1. En primer lugar debe estar la dikaiosýnê, que podríamos traducir por justicia. Era el objetivo primordial en la educación persa. Para ellos era el fundamento del Estado: lleva al respeto de las leyes y a la igualdad de derechos para todos, y ésta es precisamente la principal función de la monarquía. En la mentalidad de la época el soberano encarna las leyes: "es una ley con ojos". Pero su poder y autoridad no le exime —todo lo contrario— en ser el primero en cumplir las leyes escritas y dar ejemplo así a los demás. Quizás en la traslación a nuestro tiempo y espacio, podríamos preguntarnos si entre nosotros quienes detentan el poder tienen esta máxima, tan antigua y sabida, suficientemente en cuenta.
2. Otra cualidad que encuentra en Ciro y propugna para el gobernante ideal es el aidós, que nosotros podríamos traducir por respeto. Ya Homero lo consideraba obligado en sus héroes, y Hesíodo —en Los trabajos y los días—atribuye a su desaparición la pérdida de la buena conciencia en el mundo. Para Platón, asimismo, está en la base del arte político junto con la justicia (cfr. Protágoras 322d). ¿Nuestros gobernantes hodiernos se sienten eximidos de tratar con respeto a todos los que se cruzan con ellos —a pesar de llamar y considerar (a veces) Soberano al pueblo?— ¿o piensan que tienen "carta blanca" para todo, porque supuestamente están muy ocupados, o preocupados por asuntos que son más importantes que las personas?
3. También encontramos en Ciro la euergesía, cualidad que manifiesta generosidad con su entorno, pero concebida no solamente como ayuda material, sino como una actitud de fondo que supone apertura a los problemas de los demás. Debemos reconocer que esta actitud se encuentra con frecuencia en quienes quieren dedicarse profesionalmente a la política, al menos en sus fases iniciales más idealistas. Así suele fraguarse el hombre público: sale de sí mismo, se interesa por los problemas vecinales, por los nacionales, por las dificultades y miserias que acarrea la vida de los demás en el ancho mundo... Y así deberíamos educar a nuestros hijos, sobre todo a los de las clases acomodadas: pasearlos con frecuencia por donde campea el hambre, el dolor, la enfermedad y la miseria. Así, desde pequeños tendrían noticia de las necesidades ajenas, agradecerían más lo que han recibido y les facilitaríamos que adquirieran el interior impulso de querer ayudar a resolver los problemas comunes.
Agudamente, Jenofonte complementa esta actitud con otras derivadas de ella, para hacerla más operativa y eficaz: presenta como partes integrantes de esta virtud a la philanthrôpia, a la philomathía (amor al estudio), y la philotimía, que podría entenderse como "avidez de gloria" aunque quizás hoy la llamaríamos "tener suficiente espíritu competitivo".
4. Típica de Ciro y muy útil para todo el que ocupa puestos encumbrados, es la praótês, que puede entenderse como mansedumbre o "dulzura en el trato". Evita las distancias innecesarias con los subordinados y les facilita la confianza y afecto al superior. Homero aún no había pedido esta actitud a sus héroes, pero en el siglo IV a.C. se convirtió en algo exigible por la democracia moderada. En el fondo es aquello de saber ser príncipe entre los príncipes y mendigo entre los mendigos; esto es, saber moverse con soltura en todos los registros de la escala social. En el orden cognoscitivo, significa también aquello de Juan Domingo Perón: "saber tener siempre un oído puesto en el pecho del pueblo". Que no necesariamente tendrá que derivar en demagogia.
5. Jenofonte relaciona con la anterior condición de carácter, a la peithó, que ha sido traducida como obediencia. Es cualidad que tendrá que tener de modo ejemplar quien después ha de mandar. Era un elemento básico en la paideia de los jóvenes persas a fin de que llegaran a ser militares muy disciplinados. Nuestro autor en La República de los lacedemonios (cfr. VIII, 3), puso esta cualidad como fundamento del Estado espartano, no ocultando nunca —a pesar de su condición de ateniense— la admiración por las pautas educativas laconias que supusieron la prevalencia sobre toda Grecia durante varios siglos.
6. Otra de las virtudes en las que Jenofonte más insiste como imprescindible en todo buen gobernante es la enkráteia. Se ha traducido como continencia, pero es también aquella fortaleza que lleva a soportar con buen ánimo las adversidades, el cansancio, el frío y el calor, el hambre y la sed... Era una distinción de los persas ante todos, pero principalmente ante los medos, a quienes así pudieron someter. Tanto Platón como Jenofonte aplican esta virtud —por primera vez— no sólo a soportar la contradicción exterior sino al dominio de sí mismo (cfr. PLATÓN, Fedro 256b). En nuestros hombres públicos actuales quizás echemos de menos una correcta contención de sus emociones básicas, que no tiene por qué ser frialdad, pero que evite que frecuentemente "pierdan los papeles".
7. Finalmente —aunque el autor de la Anábasis la pone en primer lugar— sus creencias llevaron siempre a Ciro el Grande a privilegiar la eusébeia, que históricamente se ha entendido como piedad. Siguiendo el consejo de su padre Cambises, es muy respetuoso en toda ocasión con los dioses. Cada vez que emprende una acción se encomienda antes a sus cuidados y desea consultar su voluntad. Si la empresa tiene éxito la atribuye a ellos, no a sí mismo. En la Antigüedad, entre los asiáticos —como luego en griegos y romanos— los grandes hombres pretendían mantener la necesaria humildad, agradeciendo a la divinidad o a los dones recibidos, sus triunfos y no exclusivamente a méritos propios. Esa piedad queda expresada claramente en todos los discursos ante sus tropas, intentando persuadirles de comportarse siempre así ante los dioses. Su eusébeia no es superficial, ni se queda en sacrificios y libaciones rituales como vemos en tantos casos de aquella época, sino que responde a una convicción profunda de que ahí deben estar los firmes pilares del imperio y de la vida de cada uno.
Caminar hacia adelante; aprender de la historia
Una vez fijada la meta a la que llegar, es más fácil trazar el itinerario educativo para alcanzarla. Cuando sabemos hacia dónde queremos ir, como al zambullirse en el agua, la posición de la cabeza condiciona la posición del resto del cuerpo. Saber a dónde llegar es ya haber empezado a caminar.
Jenofonte considera que al describir las características y virtudes de su héroe, ya ha comenzado a transmitirnos un programa de formación para verdaderos estadistas. A partir de entonces, ha existido una pléyade de grandes autores que han querido exhumar del pasado —aprovechando la sabiduría práctica acumulada durante siglos— los modos de educar para dirigir mejor.
También hoy sería interesante y útil explorar en los yacimientos riquísimos del mundo clásico, llenos de contenido para educar a los jóvenes en ideales de servicio a la sociedad. Asimismo, impulsarlos en las capacidades que deben desarrollar para que —junto a la idoneidad ética y a la voluntad de servir— tengan, además, la imprescindible formación técnica en la ciencia del buen gobierno.
En las escuelas para dirigentes, el recurso a los antiguos se extiende cada día más, y los clásicos están siendo revalorizados. Pero es una iniciativa en la que alguien se nos adelantó 20 siglos: Plutarco de Queronea, polígrafo beocio en cuya persona y obra se puede encontrar un resumen de la mejor cultura greco-romana.
Considerado por algunos el clásico de los clásicos, compuso sus 50 Vidas paralelas precisamente con esa intención: aprovechar toda la rica tradición griega y romana, estudiando la ejecutoria de los mejores reyes, legisladores y generales, para que, junto al deleite de la lectura, vayamos aprendiendo cuál es la esencia de un buen gobernante.
Alguien que nos lleva a saber mirar hacia atrás, para ver mejor cómo conducirse con mayor éxito en el presente.
Ricardo Rovira Reich, Dr. en Ciencias Políticas y en Filosofía, es capellán del Instituto Empresa y Humanismo, y profesor del Doctorado en Gobierno de la Universidad de Navarra.
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