martes, 23 de julio de 2013

“DADME UN BALCÓN Y SERÉ PRESIDENTE”

Velazco Ibarra, en el balcón...
Lo dijo José María Velasco Ibarra, y efectivamente, fue Presidente de su país, Ecuador, por cinco veces. Este próximo 19 de marzo se cumplirán 120 años de su nacimiento. Es un caso paradigmático, pero uno más entre muchos, de la importancia que desde siempre ha tenido la elocuencia en la vida política. Como frecuentemente se ha hecho mal uso de esa cualidad –con las funestas consecuencias de la demagogia- se  la ha malignizado quizás excesivamente, al confundir el todo con la parte y el continente con el contenido –como casi siempre- marginando algo esencial: siempre estará formando parte del núcleo determinante de la vida política.


Algunos supuestos expertos en comunicación política contemporánea, suelen tener tendencia a desacreditar la importancia que hoy puede tener una especialidad de tanta tradición y prestigio como es la Retórica; especialidad a la que el profesor Kurt Spang ha dedicado buena parte de sus esfuerzos, convirtiéndose en auténtico maestro. Si bien es cierto que la gran transformación y amplificación experimentada por los medios de comunicación han hecho que la transmisión oral directa sea una alternativa más entre muchas otras.

En la obra colectiva Ars bene docendi, en homenaje a Kurt Spang, ya me he extendido en cómo Isócrates –en una situación crítica homologable a la actual- procura la regeneración política de la Patria ateniense en base a la formación de una buena escuela de oradores, en la que la peritia dicendi es solamente un componente más de la formación integral del orador: sin solidez interior, sin consistencia de carácter, sin ejemplaridad en su comportamiento, será incapaz de arrastrar hacia una transformación mejoradora de aquella sociedad, por más elocuencia y brillantez que logre desarrollar en sus discursos. Por tanto, me siento eximido de reincidir en las coincidencias que encuentro entre aquel discípulo de Sócrates y este maestro alemán pero con genio y chispa latina.


RETÓRICA Y POLÍTICA EN LOS CLÁSICOS

Sería caer en un lugar común pretender demostrar algo tan evidente. Marco Fabio Quintiliano ha sido considerado como el primer “catedrático de Estado” con sueldo a cargo del erario público, precisamente por el reconocimiento que su labor pedagógica tenía también para la vida política del Imperio.

Si se va repasando la obra de los principales filósofos políticos de la Antigüedad, en casi todas ellas, encontraremos una valoración de los conocimientos retóricos como imprescindibles para el gobierno y la política. Como Plutarco de Queronea ha sido llamado “el clásico entre los clásicos”, si nos centramos en su obra, podemos recoger un precipitado o resumen del estado de la cuestión en todos los autores anteriores al siglo I de nuestra era, en el que él vivió.

Y dentro de su extensa producción literaria, los Consejos políticos de sus Moralia, resumen a su vez las tesis expuestas en varias docenas de libros en los que aborda esta cuestión.


PRAECEPTA GERENDAE REIPUBLICAE

Estos Consejos políticos son quizás el último libro que escribió. Vuelca en él no solamente sus oceánicos conocimientos teóricos, sino también su experiencia propia como gobernante.

Nuestro autor sostiene que además del carácter, persuade la palabra. La elegancia y la brillantez en la elocución no pueden descuidarse para los menesteres políticos. No debe confiarse solamente en que la virtud se imponga por sí misma, hay que ayudarla por medio de este instrumento. Esto no tiene que ver con la vanidad ni la autoafirmación, es un asunto de buscar una mayor eficacia. Y como el fin de la dedicación a la vida pública es servir a la comunidad, cultivar estas habilidades es un modo de ayudar mejor a los demás antes que de buscar el propio engrandecimiento.

«Mas no por eso hay que descuidar en absoluto el encanto y la eficacia de la palabra, por depositar toda la confianza en la virtud; si, por el contrario, se considera que la retórica no es artífice de la persuasión pero contribuye a conseguirla, hay que rectificar el verso de Menandro “El carácter del orador es lo que persuade, no su palabra”, pues persuaden tanto el carácter como la palabra»[1].
Recuerda que el mismo Homero decía que aquellos antiguos poderosos reyes, descendientes de Zeus, invocaban también a Calíope —la de la bella voz— la más importante de todas las Musas no sólo para los poetas, sino también para los políticos, pues deben éstos dominar el arte de la elocuencia[2]. Nadie puede ejercer su poder y autoridad sobre el pueblo, ni dirigir una ciudad, si no posee «una elocuencia persuasiva y seductora»[3].

Volviendo a una comparación recurrente en Plutarco –el gobernante con el piloto de una nave- agregará que el político debe reunir en su persona tanto la inteligencia que pilota, como la palabra que imparte las órdenes para no necesitar de voces ajenas. Ya que, como se lamentaba Eurípides, como la estirpe humana no es muda, los hechos no hablan suficientemente a los hombres, y así los oradores hábiles tienen una influencia que muchas veces no merecen[4].
La palabra es un instrumento de primer orden para el gobierno de los hombres, y puede resultar injusto y desproporcionado el poder que pueden adquirir algunos a través de ella, en detrimento de otros que hacen grandes obras pero que no la dominan. Continúa ofreciendo un enjambre de citas y ejemplos —todos muy oportunos— del que ahora espigamos sólo uno; es significativo y como es habitual en él, traduce ironía y buen humor:

«En Atenas, una vez que se examinaba a dos arquitectos para una obra pública, el que se expresaba con más picardía e ingenio logró convencer al pueblo pronunciando un elaborado discurso acerca de la construcción, y el que era mejor en el oficio pero no tenía el don de la palabra, se adelantó y dijo: “Atenienses, yo lo haré como ha dicho ése”»[5].

Coincide con Tucídides en que, al régimen político en la época de Pericles, se le llamaba formalmente democracia, pero en realidad era el gobierno del primer ciudadano, gracias al poder de su palabra[6]. Y así, cuando se le preguntó a un rival suyo quién era mejor en la lucha, si él o Pericles, tuvo que responder: «Nadie puede saberlo; pues cada vez que lo derribo en la lucha, él vence diciendo que no ha caído y convence a los espectadores»[7]. Pero esto no sólo redundó en gloria para Pericles, sino también en seguridad para su ciudad, pues persuadió a todos y logró una etapa de bienestar, absteniéndose de campañas y aventuras lejanas. Cosa a la que era propenso el pueblo ateniense, y así —por falta de la debida elocuencia y capacidad de persuasión— fue arrastrado Nicias a la desgracia[8]. Va a concluir: «Al lobo dicen que no se le puede dominar cogiéndolo por las orejas, pero a un pueblo y una ciudad hay que conducirlos precisamente por las orejas»[9].

Sin embargo, la elocuencia del político no puede ser recargada ni teatral; ni caer en excesos de ningún tipo, ya sean agudezas de profundización o ironías descalificadoras de los rivales. En su época aún eran comunes los estilos recargados del aticismo y del asianismo, y previene implícitamente contra esas influencias. El discurso debe mantener siempre el tono respetuoso y mesurado que corresponde a un verdadero hombre de Estado. Hay que evitar el excesivo formalismo —«períodos perfectos trazados con regla y compás»[10]— aunque pueden y deben adornarse las exposiciones con citas cultas, anécdotas, imágenes, comparaciones pedagógicas, que hagan más agradable e instructiva la elocución[11]. Como puede observarse, Plutarco aplica en estos consejos para lo hablado lo que él se aplica a sí mismo para lo escrito.

Aunque no lo cita aquí expresamente, se nota que conoce bien las enseñanzas de Cicerón sobre el arte retórico, como aquel enunciado del Arpinate tantas veces aconsejado por San Agustín: «ut doceret, ut delectaret, ut moveret», la retórica debe enseñar, deleitar y mover[12].

Pero una vez más, la expresión exterior debe reflejar la nobleza y limpieza del mundo interior: de ahí cobra su mayor fuerza; si no, se convertirá en algo sobreactuado, artificioso, que suena a falso, y que tarde o temprano pasará una factura negativa. Además, todo ello no puede quedarse en lo formal del discurso, sino que debe ser medio de transmisión de ideas personales, profundas y originales. Así la solidez, contundencia y eficacia irán armoniosamente conjuntadas:

«Su oratoria debe estar llena de carácter sincero, sentimiento verdadero, franqueza heredada de los antepasados, previsión y solícita comprensión, y debe añadir a su nobleza el encanto y atractivo derivados de una expresión grave y unos pensamientos originales y convincentes»[13].

Puede permitirse el sarcasmo y el chiste, pero siempre cuando es en las respuestas defensivas, no en la primera parte expositiva; y hacerlo de una manera útil, como reprensión o crítica, sin ultrajes, con moderación, sin buscar nunca humillar al adversario. No debe hacerse con premeditación ni tomando la iniciativa, pues eso «es hacer el payaso y a ello se une la reputación de malignidad»[14].

La concisión es también otra cualidad del buen discurso. Por esto era admirado Foción, y así Polieucto opinaba que Demóstenes era el mejor orador y Foción el más elocuente, «pues su palabra concentraba el máximo sentido en la expresión más breve»[15]. Demóstenes solía despreciar a los demás, pero cuando se levantaba Foción para hablar, comentaba: «Aquí se levanta el hacha de mis discursos»[16].

Rematará esta fase de consejos sobre algunas de las cualidades que debe tener la oratoria del buen político, enlazando varias observaciones relacionadas:

«Pues bien, ante todo, trata de emplear una oratoria meditada y no huera para dirigirte al pueblo con seguridad, consciente de que también el célebre Pericles, antes de hablar en la asamblea, hacía votos para que no se le ocurriera ni una sola palabra ajena al tema. Sin embargo, también conviene tener una oratoria ágil y ejercitada para las réplicas, pues en la política las situaciones se presentan de improviso y experimentan cambios muy repentinos»[17].

Aunque en este locus nuestro autor no llega a aconsejar una estructura del discurso tan formal como la propuesta por el hispanorromano Quintiliano en su célebre De Institutione oratoria, con sus cinco momentos[18], sin embargo Plutarco da las suficientes pautas para que, quien se inicie en la palestra política, sepa utilizar suficientemente el decisivo instrumento de la palabra hablada ante un foro público.
Como hoy día se sigue insistiendo a todos los que tienen que hablar frecuentemente en público, Plutarco aconseja que se procure tener una voz potente, entrenándola y cuidándola, porque la primera condición para que un buen discurso produzca su efecto es que sea escuchado. Por más valioso y profundo que sea su contenido, si el discurso no se escucha es como si no hubiera sido pronunciado, se torna inútil. Además de la potencia en la emisión de la voz es necesario entrenar el vigor de la respiración[19].

EL CASO DE DEMÓSTENES

Como puede apreciarse, el Queronense sabe modular lo más práctico y material, a la vez que se remonta a las alturas de las cualidades morales.

Tratando sobre oradores y retórica, es difícil de evitar no hacer alguna referencia a Demóstenes y a Cicerón. Así Plutarco dibuja al orador nacido en el demo ateniense de Peania — como un hombre serio, responsable, concentrado en su labor, poco propenso a las humoradas o a las bromas, todo ello quizás también fruto de la vida dura que tuvo que llevar. Tampoco parece que se inclinara hacia manifestaciones de orgullo o vanidad. A pesar de su reconocimiento y admiración hacia el Arpinate, en la synkrisis con Cicerón –que realiza al finalizar la Vida del gran orador y estadista romano- afirma el polígrafo beocio:

«Ciertamente, es necesario que el gobernante ejerza su autoridad mediante la palabra, pero es innoble que desee y anhele la gloria procedente de la palabra. Por tanto, en esto Demóstenes es más respetable y más noble (que Cicerón) porque declara que su fuerza no consiste más que en cierta experiencia y necesita de mucha benevolencia por parte de sus oyentes, y considera viles y vulgares -que es lo que son- a quienes se envanecen con eso»[20].

Es bien conocido que Cicerón no puede evitar las manifestaciones de su alma de artista, y así, estaba siempre pendiente del efecto que sus palabras pudieran tener en su público, llegando a sufrir desánimos muy fuertes cuando le llegaban voces de que “no había triunfado”.

Dentro del Corpus Demosthenium podemos encontrar discursos cuyos nombres ha hecho célebres la historia de los rétores, como por ejemplo, los cuatro discursos Contra Filipo y los tres Olintíacos —conocidos tradicionalmente como Filípicas y Olintíacas— pero hay uno que destaca sobre todos: en el año 330 a.C., se pronuncia el discurso que es obra maestra de la oratoria de todos los tiempos: Sobre la corona. La ocasión es defender a Ctesifonte de la acusación de Esquines –el eterno rival del peanieo- quien acusa de ilegal la propuesta de aquél, consistente en conceder una corona de oro a Demóstenes en premio a sus servicios públicos. La enemistad irreconciliable entre los dos grandes oradores opera como fuerte estímulo interno en esta pieza magistral. Pasados 24 siglos, podemos seguir fijándonos en su estrategia conceptual y verbal para aprender retórica política. En su momento, ya había advertido Libanio en sus Argumentos:

«Pero el orador no sólo comenzó por la cuestión de su gestión de los asuntos públicos, sino que, además, volviendo a ella acabó su discurso, obrando así de acuerdo con las reglas del arte: pues hay que comenzar con los más fuertes argumentos y terminar en ellos (...). A esta última ley, la tercera, que resultaba útil, asiéndose el orador como a un ancla, derribó al adversario, valiéndose para ello de un procedimiento habilísimo y tremendo para su acusador: pues por ahí pudo hacer presa en su enemigo y abatirlo. Porque las otras dos leyes (...) desechándolas, las arrojó a la parte central del discurso, maniobrando así como astuto general “al haber empujado a los cobardes al centro”; y, en cambio, emplea su argumento más fuerte en los extremos, fortificando por uno y otro lado los puntos débiles de las demás partes»[21].

La argumentación académica suele proceder de lo más a lo menos universal, apoyando las razones posteriores, o derivadas, en las anteriores que les sirven de sustento. Se intenta ir pasando de lo más simple a lo complejo. De este modo, se comprende mejor la progresión del razonamiento y éste va ganando fuerza en su desarrollo. Pero a la hora de pasar al debate político —donde se trata de convencer también a través de efectos emotivos— es útil estar atento a no dejarse influir demasiado por ese método de origen académico —menos brillante y efectista— y saber usar los recursos propios del arte retórico, como podemos aprender en Demóstenes.

RETÓRICA Y COMUNICACIÓN

Si esta disciplina, a la que el profesor Kurt Spang ha dedicado grandes esfuerzos para hacerla comprender mejor y difundirla ampliamente también en nuestros días, es esencial para la función de políticos y gobernantes, podría decirse que a fortiori también lo sigue siendo para quienes actúan en el foro jurídico –como lo demostró sobreabundantemente Cicerón ya en su tiempo- y ahora es aún más necesaria para quienes se dedican al creciente y preponderante mundo de la comunicación. Pero quienes no están familiarizados con los grandes clásicos tienen aquí notoria desventaja.

Escuché en una ocasión al experimentado profesor de comunicadores, Juan José García-Noblejas, el relato del viaje de un nutrido grupo de periodistas españoles a los Estados Unidos a mediados de los años ochenta. Visitaron algunos de los medios más prestigiosos de aquel país, y por tanto, del mundo. Por supuesto que en aquellos momentos acudieron al Washington Post, y lograron charlar un buen rato con Ben Bradlee –el mítico director del Post y jefe de Bob Woodward y Carl Bernstein- quien encabezó la investigación sobre el caso Watergate. En su condición de profesor de una Facultad de Periodismo aprovechó a preguntarle que haría él, si estuviera en su lugar, para formar mejor a sus alumnos en la Universidad de Navarra. Bradlee respondió inmediatamente: “Hacerles leer todo Shakespeare”.

El afamado periodista no dijo nada sobre la importancia de formar comunicadores agresivos y astutos; que supieran moverse en todos los ambientes; que manejaran con cuidado las fuentes de información; que se fueran especializando; que dominaran la informática, los idiomas, el lenguaje judicial o el económico-administrativo. Ni siquiera habló de que escribieran bien. Sólo dijo: “Hacerles leer todo Shakespeare”. Y además lo explicó: allí está casi todo lo que hay que saber sobre el hombre, sobre sus pasiones, virtudes y vicios; sobre su anhelo permanente de felicidad y sobre cómo ésta se puede alcanzar o perder. Esto era lo más importante para el periodista en ese momento más admirado de todo el Planeta.

Ante todo, un buen comunicador debe conocer a fondo el ser humano, puesto que éste es el objeto y el fin de sus mensajes. Nada interesa tanto al hombre como el propio hombre. Y eso es lo que aprendemos en los clásicos de todos los tiempos: ellos han sabido tocar la esencia de lo humano en sus obras, y lo han hecho de una forma que no necesita cambiar para ser mejor. Por eso, precisamente, son clásicos. Ellos son los grandes comunicadores de todos los tiempos: amigos  a los que debemos visitar con frecuencia.






Ricardo Rovira Reich von Häussler, 19 de marzo de 2013.
 RÉ P




[1] PLUTARCO, Consejos políticos, Moralia X, 801C. El verso de MENANDRO es Fr. 472, 7 KOCK. «La retórica no es artífice de la persuasión» es de PLATÓN, Gorgias, 453a.
[2] Hace coincidir aquí dos citas de los dos grandes poetas de la Antigüedad griega: HOMERO, Ilíada IX, 441, y HESÍODO, Teogonía, 80.
[3] PLUTARCO, Consejos políticos, Moralia X, 801E.
[4] Las exclamaciones del poeta son: «Ojalá fuera muda la estirpe de los desgraciados mortales», y, «¡Qué pena que los hechos no puedan hablar a los hombres, para que los oradores hábiles no tuvieran ninguna influencia!» (EURÍPIDES, Fr. 987NAUCK; Fr. 439NAUCK).
[5] PLUTARCO, Consejos políticos, Moralia X, 802A.
[6] Cf. TUCÍDIDES II, 65, 9; PLUTARCO, Pericles 9, 1.
[7] PLUTARCO, Consejos políticos, Moralia X, 802C. La pregunta es de Arquidamo II, rey de los espartanos del 469 al 427 a.C. La respuesta de un partidario de Cimón llamado también Tucídides, homónimo y pariente del historiador.
[8] Nicias no pudo sujetar al pueblo, fue arrastrado a una expedición contra Siracusa, lo que acabó en un desastre para Atenas (415-413 a.C.) y él fue capturado y ejecutado por los enemigos.
[9] PLUTARCO, Consejos políticos, Moralia X, 802D.
[10] PLUTARCO, Consejos políticos, Moralia X, 802E.
[11] En este pasaje se advierte que conoce bien la Retórica del Estagirita, incluso toma de él la anécdota de Leptines, cuando en un discurso a favor de Esparta, que había enviado una embajada a Atenas para pedir ayuda contra Epaminondas (369 a.C.) pronuncia una frase que causó gran impacto: «No dejéis tuerta a Grecia» (cf. ARISTÓTELES, Retórica III, 1411ª, 4).
[12] Cf. CICERÓN, De oratore 2, 28; Brutus 80, 276; 49, 185.
[13] PLUTARCO, Consejos políticos, Moralia X, 803A.
[14] Ibíd., Moralia X, 803C.
[15] Moralia X, 803E.
[16] Ibíd. Pueden ampliarse sus opiniones sobre la oratoria de Foción viendo: PLUTARCO, Vida de Foción, 5, 3-9.
[17] PLUTARCO, Consejos políticos, Moralia X, 804A.
[18] Estos son: invención, disposición, elocución, memorización y acción o pronunciación, a los que sugiere debe añadirse de modo continuo y no tan formal, la formación del orador (Cf. Marco Fabio QUINTILIANO, De institutione oratoria, Proemio 22).
[19] PLUTARCO, Consejos políticos, Moralia X, 804C.
[20] PLUTARCO, Vida de Cicerón, 51, 3.
[21] LIBANIO, Argumentos de los Discursos de Demóstenes, en DEMÓSTENES, Discursos I..., pp. 375-376, ed. Gredos, Madrid 2003.

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