Con el nombre que designa el título de esta reflexión acaba
de editarse en castellano el ensayo Der Gottersmond, el asesinato de Dios, que
reúne una colección de artículos de Eric Voegelin, donde el filósofo
alemán -a quien en tiempos recientes se ha
comenzado felizmente a redescubrir-,
denuncia el desencantamiento del mundo de la modernidad[1],
con su desaparición de las tradiciones religiosas, exigiendo la restitución de
su papel para la construcción social de la comunidad.
En forma correlativa a este proceso de
secularización y como parte del mismo comienza a desplegarse el mundo de las
ideologías, que asumen un papel sustitutivo de lo sagrado, configurándose como
verdaderas religiones seculares[2].
De manera conjunta con este proceso de
construcción e impulsando el mismo se produce entonces una ruptura y una actitud hostil hacia la sacralidad tradicional, sin perjuicio de
otros correlativos rechazos radicados en fuentes religiosas propiamente dichas.
El historiador Javier
Tussell remite a dos asesinatos paradigmáticos de la guerra civil española como
son las ejecuciones de Paracuellos del Jarama por parte del bando republicano y
la de Federico García Lorca por parte del franquista, como un signo del odio
entre hermanos de una misma tierra. En esta guerra existió como todos sabemos
dentro de un clima de exclusiones recíprocas, una especial inquina o
persecución contra la Iglesia católica, que
junto a la comunista soviética constituye una de las más vivas
expresiones del odium religionis en
la historia contemporánea.
Sin embargo, éste no es
algo exclusivamente dirigido al catolicismo e incluso al cristianismo, aunque
haya mostrado un particular celo contra él, sin eximir de sus propias
responsabilidades en su génesis a la misma estructura eclesiástica. Los nazis
persiguieron a los judíos en primer lugar, pero también a los católicos y a
otras minorías como los Testigos de Jehová, aunque esta última inquina sea
relativamente menos conocida.
Hay que decir también (y
esto tampoco se ha escuchado demasiado en los ambientes eclesiales), que el
odio a lo religioso ha estado muchas veces
imbricado en un odio al clericalismo o para decirlo con una de sus
expresiones más resonantes, al fundamentalismo. Este no implica necesariamente
a aquél. Otras veces el odio antirreligioso ha sido confundido con lo que no
constituía sino una oposición al clericalismo.
En el caso citado, la guerra
civil española no ha sido una excepción, como lo muestra el hecho de
republicanos que eran fieles cristianos.
Actitudes abstencionistas ante el alineamiento político y religioso como
la de Jacques Maritain dejan al descubierto también esa misma realidad.
El clericalismo es una
sobreactuación o una exorbitancia de lo religioso, por la cual éste invade el
ámbito de lo temporal, restringiendo su legítima autonomía. La distinción es
importante, porque la actitud anticlerical ha aparecido en una cantidad de
ocasiones por esto mismo articulada, subsumida o presentada como una cuestión
antirreligiosa, incurriéndose así en una clara inexactitud e injusticia a la
naturaleza de la cuestión.
El odio a la religión, odium religionis, debe distinguirse
también del odium theologicum que es
el odio dirigido a quienes sostienen opiniones distintas en materia teológica,
que cuando rompen con la regla definida por la autoridad eclesiástica recibe el
nombre de herejía, o sea que el odio teológico se refiere a las disputas
teológicas, aunque sin que éstas necesariamente ingresen en el terreno de la
heterodoxia. Por eso él remite también a las rivalidades suscitadas entre
órdenes religiosas, por lo cual en el odio teológico hay un cuestionamiento que
no está dirigido a personas de otras religiones, sino a los mismos hermanos en
la fe.
El odio a lo religioso
en sí mismo considerado es un fenómeno de la modernidad[3]
en cuanto no se encuentra en el mundo antiguo o en los siglos medios. Al
contrario, es prácticamente imposible encontrar una civilización precristiana
carente de un claro fundamento religioso. Desde luego que podía existir
entonces el odio a una religión, como dan sobrado testimonio las llamadas
guerras de religión, pero no el odio a
lo religioso en sí mismo.
En cuanto tal, el odio a
lo religioso se suscita recién en el siglo XVIII de la era cristiana de la mano
de la Ilustración fecundada por el racionalismo. El nombre emblemático de esta
actitud es Francois Marie Arouet,
Voltaire, quien veía en la religión un dogmatismo contrario a la razón y a la
libertad humana.
En nuestros días, el odium religionis, luego de irrumpir con
la Revolución Francesa[4],
se continuó en los movimientos totalitarios que se configuraron como religiones
seculares, principalmente el marxismo en sus diversas expresiones a lo largo de
gran parte de pasado siglo, y hoy reconoce uno de sus anclajes más duros en el
llamado humanismo secular (secular
humanism), aunque ya despojado de su antiguos modos violentos
En la actualidad el odio
a lo religioso, a menudo imbricado en un cuadro más complejo, ha sido
caracterizado con referencia a tres grandes religiones bajo las nuevas
denominaciones de islamofobia, judeofobia y cristianofobia. En el caso de las
tres religiones, la fobia religiosa tiende a satanizarlas, considerándolas la
fuente del mal.
Debe distinguirse
entonces que el odio a lo religioso está dirigido unas veces a la religión en
sí misma, otras veces a determinada religión, mientras que otras tiene como objeto solamente a la influencia
social de la religión o de una determinada religión. Hay que tener en cuenta
que este odio ha tenido cierta reverberancia a partir de la crisis del proceso
de secularización y el crecimiento público de diversas corrientes religiosas[5].
La utilización del
miedo, tanto en la política como en la religión, ha sido un antiguo recurso que aparece aquí
una vez más al trasluz de acusaciones de recíprocas pretensiones de poder. Paul Virilio ha sabido
describir en su último libro La
administración del miedo, los miedos contemporáneos, por ejemplo el miedo
ecológico, pero no es menor, a partir del 11 de septiembre, el miedo religioso,
una suerte de vago y oscuro temor a que
la manipulación de lo religioso por parte de grupos de poder pueda
llevar a nuevas formas de totalitarismo. Como resultado de esta estrategia
social, las religiones pueden empezar a ser injustamente consideradas como
fábricas de indignidad.
En esta presentación
trataré de describir resumidamente algunos de sus respectivos y principales rasgos constitutivos de estas
modernas formulaciones culturales de nuestra contemporaneidad, procurando
describir someramente sus efectos según los casos.
Islamofobia
La islamofobia se ha
desplegado como una verdadera ola en
amplios ambientes sociales en la última década, llegando a configurar una
verdadera psicosis sobre todo a partir del crecimiento del fundamentalismo
islámico y en particular con motivo de
los atentados a las torres gemelas en New York y otros similares en
diversos países, incluyendo el de la Amia (Asociación Mutual Israelita
Argentina) y el de la embajada israelí en la buenos Aires.
Un factor importante en
su despliegue lo ha constituido el fuerte movimiento migratorio sufrido en el
último medio siglo por varios países europeos como Italia, España, Francia y
Alemania. Las nuevas migraciones orientales han ido suplantando en las naciones
nordeuropeas a las precedentes provenientes de los países latinos para realizar
trabajos de servicios o considerados de
baja categoría y como tales ordinariamente
descalificados por las poblaciones autóctonas.
Según ciertas proyecciones
demográficas, ampliamente positivas para los inmigrantes islámicos y negativas
para las poblaciones locales, algunas ciudades importantes como Rotterdam
llegarían a contar en un futuro próximo con mayorías musulmanas. En el
imaginario colectivo puede leerse así que
en numerosos europeos ha comenzado a asomar el fantasma de estar
viviendo una reedición de la invasión islámica del siglo VII[6],
en forma correlativa a cómo la
decadencia occidental se les presenta como una edición actualizada de la
declinación romana.
Consecuentemente, nuevos nacionalismos han
florecido al trasluz de este temor, toda vez que como se ha definido un tanto
irónicamente, un fascista es un liberal asustado. Según este criterio podríamos
estar asistiendo a las primicias de una nueva invasión musulmana, esta vez
incruenta y demográfica. El hedonismo posmoderno ha definido un odio a los
hijos, mientras los musulmanes se multiplican sin complejos consumistas. De
esre modo, los partidarios de la islamofobia aterrorizan a sus conciudadanos
con una denuncia al presunto sentido suicida de las políticas aperturistas en
materia migratoria.
Con base en este dato,
la escritora judía Giselle Littman, bajo el seudónimo de Bat Ye'or ha acuñado el
neologismo “Eurabia” para designar un proceso de islamización de Europa, por el
cual la cultura occidental tradicional sería sometida por una nueva y acaso
incruenta invasión musulmana. El primer paso de este proceso consistiría en la
configuración de un frente árabe-europeo enfrentado al norteamericano-israelí.
Esta hipótesis[7],
que suena muy bien en oídos conservadores y un tanto atrabiliaria en oídos
progresistas, se sustenta en la creación del término dhimmitud
por el cual estaríamos asistiendo al despliegue de un intento de dominio
mundial por parte del Islam, y que se define por un intercambio de protección a
los pueblos sometidos mediante el pago de un impuesto.
Las tesis de Littman,
que se configuran como una teoría conspirativa,
fueron difundidas a partir de los
primeros años del nuevo mileno por algunos formadores de opinión como Oriana
Fallaci y anuncian que el Islam sería al correr de los hechos y
en un tiempo relativamente breve una cultura dominante en Europa. Hay que decir
que estas advertencias, por su parte, han suscitado también reproches sociales
de odio étnico e injuria racial y el escritor
Michel Houellebecq ha sido el centro de una controversial
acusación de racismo fundado en una presunta
islamofobia.
La actual corriente de
fobia antiislámica parece adecuarse en cierto modo a las discutidas tesis de Samuel Huntington en Clash of Civilizations[8],
cuando con un éxito resonante proclamó en los años noventa que el choque de
civilizaciones dominaría la política global y que sus mutuos rasgos
identitarios en discordancia serán los frentes de batalla del futuro. Según
Huntington, una conexión islámico-confuciana ha
comenzado a entretejerse cara a un problemático porvenir que algunos sospechan
que ya ha comenzado.
Si bien la islamofobia se
presenta también como un rechazo al fundamentalismo o al islamismo y no a la generalidad de los
musulmanes[9], esta salvedad no alcanza a eximirla de su lógica
discriminatoria, en tanto de hecho ha
contribuido a difundir una hostilidad a la religión y a la cultura islámicas.
Esta oposición radical se
ha fundado en que ella comporta en sí misma una incompatibilidad con las normas
básicas sobre las que se ha construido la civilización occidental, como los
derechos humanos y la distinción entre los ámbitos de la religión y la
política. Según su parecer, desde estas premisas sería imposible establecer un
verdadero diálogo interreligioso e intercultural.
Un reciente episodio que
apuntaría a la quema del Corán en los Estados Unidos, la negativa a
los minaretes en la confederación suiza y la prohibición del velo
islámico en Francia, así como sobre todo el surgimiento de nuevos partidos
nacionalistas que establecen en sus programas una política de restricción a las
migraciones de esa proveniencia, configuran diversas expresiones de una misma
sensibilidad.
Estos partidos políticos
en sostenido crecimiento, como aconteció
ya en los años treinta, recogen los
votos de la clase media conservadora que tradicionalmente sustentaba las
políticas liberales (no olvidar que un fascista ha sido definido como un
liberal asustado), un sector ahora preocupado en detener como sea a la nueva
“invasión de los bárbaros”.
Judeofobia
Al ser la más abundante la
literatura en este terreno, y por consiguiente más conocida, solamente voy a
referir algún aspecto de la cuestión. En los últimos años ha surgido la
expresión “judeofobia”[10] para
designar de otro modo o reemplazar el término tradicional “antisemitismo” con
que desde el último tercio del siglo XIX se venía designando el odio hacia los
judíos. El nuevo concepto de judeofobia, que en
realidad no es tan nuevo porque fue acuñado en forma casi simultánea que
el de antisemitismo[11], permite asignar un papel más visible a la
dimensión religiosa, desdibujada en el de antisemitismo por elementos de orden
más ideológico y político.
En tal sentido, debe decirse que también ha
comenzado a hablarse de un neoantisemitismo, como una nueva formulación que abandona los caracteres clásicos del
antisemitismo tradicional -por ejemplo
entre ellos deja de lado el factor étnico y religioso- para centrarse en una oposición
más estricta al sionismo (contra el cual dirige la acusación de racismo) y al
Estado de Israel, negando el derecho del pueblo judío a su conformación
política como una nación en litigio con el pueblo palestino.
Esta opinión negatoria de la autodeterminación
política del pueblo judío es igualmente sostenida por la ultraortodoxia
religiosa en el mismo judaísmo, pero constituye propiamente el antisionismo,
cuya legitimidad si bien puede admitirse en forma aislada o autónoma, en
bastantes ocasiones aparece unido o denuncia una actitud próxima o identificada
con el antisemitismo, por lo que de
hecho y como hipótesis debe reconocerse una cierta unidad implícita o al menos
una conexión posible entre ambos.
En cuanto a sus
sujetos, la nueva edición de antisemitismo se diferencia también de la
anterior en que no solamente es sostenido por las corrientes ultraderechistas,
donde en el siglo pasado se expresó principalmente el antisemitismo, sino que
también reconoce fuentes progresistas y encuentra además un acentuado y fuerte
impulso en el islamismo radical. De este modo, el neoantisemitismo o el
antijudaísmo se ha trasladado de alguna manera de las fuentes integristas al
progresismo, sin haber dejado, claro está, las primeras. En conclusión hay que
decir que hoy la judeofobia es más progresista que integrista.
Es posible que la actual actitud neoantisemita
(siempre quienes la sostienen protestarán que su actitud es antisionista y no
antisemita) de la izquierda que parece querer superar al nacionalismo autoritario
y al integrismo tradicionalista en su prédica antijudía a partir de los tardíos
años ochenta, tenga una de sus vertientes en su propio y tradicional antiamericanismo o antinorteamericanismo.
Merece la pena recordar que
esta postura reconoce sus raíces en el
antiguo anticapitalismo socialista, que adjudicaba a los judíos una dirección
de la economía internacional, especialmente en la banca de acuerdo al clásico
formato conspirativo. Finalmente, son
también rasgos del neoantisemitismo,
junto a esta continuidad de la teoría conspirativa del judaísmo como fuerza
oculta de dominación mundial, el
negacionismo y la crítica a la utilización del Holocausto.
Tanto quienes asumen
actitudes propias de la islamofobia como
quienes pueden ser considerados incursos en judeofobia no han dejado de cruzarse recíprocamente mutuas acusaciones.
Como ocurre con la islamofobia, que puede servir de instrumento para fundamentar la acusación de xenofobia
cuando se pretende defender la identidad europea, también se ha adjudicado a la acusación de
judeofobia constituir una manera de desarticular cualquier actitud crítica
hacia el sionismo y hacia el Estado de
Israel e incluso hacia la política gubernamental israelí.
Como ocurre también desde
luego con la cristianofobia, en ambos casos, la judeofobia y la islamofobia,
estas religiones están expuestas ciertamente
a la actitud autoritaria que las acuse de servirse de identificar dichas
fobias y anatematizarlas como una excusa
o una defensa para suprimir cualquier
crítica tanto a la religión judía como a la religión musulmana o a expresiones
políticas de ambas culturas. Los creyentes a su vez deben mantenerse así
atentos para no dejarse manipular por tales acusaciones y a su vez para no
incurrir ellos mismo en el vicio que les es atribuido.
De todos modos, y aun
cuando las expresiones islamofobia y judeofobia dibujan en forma más nítida o visible el odium
religionis, al tratarse en ambos
casos de religiones íntimamente imbricadas en una cultura, el odio hacia la
fuente religiosa forma parte de una unidad más amplia que involucra elementos
de diversa naturaleza como los étnicos y raciales y también políticos y
económicos, además de los ideológicos.
Cristianofobia
El
término “cristianofobia” denuncia una realidad
de sorda y en ocasiones desembozada
persecución de la cual son víctimas aun hoy los fieles de diversas
confesiones evangélicas (en el sentido de tener su fundamento y raíz en la
revelación neotestamentaria), en primer lugar de la Iglesia católica[12].
Obviamente
ha de distinguirse la respetuosa crítica a las enseñanzas propias del mensaje
evangélico, así como a las declaraciones magisteriales que involucran la
dimensión moral de la existencia humana,
que son perfectamente legítimas y aun
propias de una sociedad democrática, de la hostilidad destructiva que es
producto de un fanatismo de suyo
contrario a los principios religiosos y
específicamente cristianos o relativos a la ética cristiana. Este espíritu procura excluirlos del escenario social
imponiéndose por sobre la libertad religiosa que ejercen los creyentes de una
religión determinada, en el caso la cristiana. La libertad religiosa, de otra
parte, corresponde a todos los ciudadanos cualquiera sea la religión que
profesen así como a los ciudadanos que no suscriben ninguna identidad
religiosa.
Esta
agresividad se puede percibir cada vez con más nitidez no solamente en
territorios extraños a la fe, sino incluso en países de antigua tradición
cristiana, en los que sufren en distintos grados una situación de
menosprecio y hostilidad que da lugar a múltiples discriminaciones de distinto
tipo, tanto en el orden privado como en el administrativo y estatal.
No deja de ser paradojal que los cristianos sigan
sufriendo esta llamada cultura del menosprecio -que ellos habían practicado
largamente con los judíos- y que se
traduce en restricciones y aun discriminaciones en los propios santos lugares
que constituyen el núcleo fundacional de su fe. Pero esta situación de
escándalo se comprende mejor si se considera que para judíos y musulmanes el
área geográfica litigiosa es también ella un lugar santo.
Debe
puntualizarse que este cuadro constituye una grave lesión a sus derechos
fundamentales e involucra frecuentemente atentados a su integridad personal y a sus propias vidas
como consecuencia de miedos e ignorancias y también del propio odio religioso,
traducidos en prejuicios, estereotipos e intolerancias, a las que no son ajenas
las motivaciones de carácter cultural. La cristianofobia tiene hoy una
visibilidad más reducida que otras fobias antirreligiosas, pero ello no
disminuye su importancia, sino que al contrario, torna más necesaria su valoración moral.
En crecimiento en las últimas décadas,
especialmente a impulsos del humanismo secular, que ve a uno de sus principales
enemigos en la Iglesia católica, la cristianofobia se
dirige contra los fieles, bien individualmente y también en forma colectiva y
genérica en cuanto comunidad religiosa o religión. En tal sentido ella puede
atentar contra movimientos sociales
confesionales o inspirados en el mensaje evangélico y también contra las propias instituciones religiosas,
y ocasionalmente puede responder a la condición
minoritaria de los católicos cuando se atiende a establecer una homogeneidad
religiosa en un escenario local.
La delicada situación de
los cristianos en Medio Oriente ha llevado así a un éxodo forzoso que adquiere características de un
exilio con la consiguiente disminución de su fuerza social en la región. Aunque
desde luego no puede imputarse esta actitud al islam como religión, en varios
países oficialmente musulmanes como Irak la hostilidad ha llegado a ser
violenta, al ser identificados con el enemigo político y cultural representado
por los Estados Unidos, y también se han
dado persecuciones sangrientas en Nigeria,
Sudán y Egipto, así como en otras naciones donde se han despertado
ancestrales fanatismos bajo nuevos movimientos y corrientes fundamentalistas,
como es el caso de la India.
Algunos gobiernos de
naciones occidentales que han mantenido en el pasado regímenes coloniales,
ahora influidas por el secularismo, adoptan actitudes prescindentes ante la
persecución como resultado de un sentimiento de culpa que constituye de hecho
una suerte de complicidad por omisión difícilmente justificable en su
naturaleza moral.
En estos países de cultura occidental antiguamente
fecundados por la simiente del cristianismo, la cristianofobia adquiere formas
más sutiles y jurídicas por las que se procura suprimir de diversos modos
cualquier huella visible en el escenario social y público que represente un
sigo auténtico de la fe, frecuentemente presente de un modo muy profundo en la
religiosidad popular, en las costumbres y en las instituciones de la cultura
nacional.
La irrupción de la cristianofobia reconoce de este modo formas similares de falta de
respeto y de verdadera injuria a los sentimientos y prácticas religiosas que
encuentra sustento en invocaciones a la libertad de expresión y al neutralismo
estatal. Esta sensibilidad, aun rectamente inspirada en un sentimiento de
libertad e igualdad, no suele detenerse en su afán igualitario ante las
legítimas expresiones de la subjetividad social, terraplenando la riqueza de la
diversidad cultural de la sociedad.
Como resultado, y aun a despecho de esas intenciones, ella impone en los hechos una exclusión de la dimensión
religiosa de la vida social[13],
reduciéndola en todo caso a un puro sentimiento individual en el aislado ghetto de la conciencia, pero mutilada
en sus expresiones societarias. Esta actitud laicista de los países
occidentales se hermana en su cristianofobia a otra de matriz religiosa y
cultural que en ciertos países orientales sumerge a la Iglesia católica en
situaciones de una nueva clandestinidad.
En ocasiones la cristianofobia no se dirige así directamente a la fe
religiosa en sí misma considerada sino a las consecuencias sociales de esa
misma fe[14].
Por ejemplo, cualquier apelación contraria al uso de los preservativos tanto
para el control de la natalidad como para combatir el flagelo moderno del sida
es señalada como directamente antisocial, y aunque los cristianos conservadores
norteamericanos han evidenciado algunos arrestos fundamentalistas, a menudo se
confunde cualquier actitud conservadora en materia moral como un inaceptable
fundamentalismo. De ese modo, la más tímida y respetuosa expresión social de la
religiosidad en la cultura es discriminada, [15]inmovilizada
y sometida a una amputación ciertamente grosera de su integridad y libertad.
La furia iconoclasta propia de la actitud reductivista de este nuevo
laicismo, se parece a la de los antiguos frailes que pretendieron arrasar con
todas las expresiones arquitectónicas y culturales de las antiguas religiones
étnicas de los indígenas latinoamericanos. Librada a su propio afán excluyente
ella llevaría a borrar del mapa a buena
parte de la civilización, incluyendo el Partenon y se puede añadir que no se
detendría ni ante la Torre Eiffel si revistiera
algún significado religioso.
Por alguna razón que intuyo, hoy se puede hablar en muchos ambientes de
judeofobia, incluso de islamofobia, pero no de cristianofobia. Uno de los
íconos de la cristianofobia contemporánea es la figura de Benedicto XVI, quien
ha despertado desde el comienzo de su pontificado y aun antes de él una extraña
conjunción de acusaciones cruzadas, incluyendo la de filonazismo, también
insinuada en cabeza de su antecesor Pío XII.
A tal punto esto ha sido así que han llegado a circular fotos en
internet donde aparece el jovencito Ratzinger levantando la mano al estilo del
saludo nazi, y en la que se oculta el otro brazo también levantado como
corresponde a la liturgia católica en la celebración de la misa, en una grosera
manipulación como las que frecuentemente ha generado odio.
Es verdad que esta cristianofobia tiene una de sus generatrices quizás
más virulentas en el humanismo secular propio de determinados ambientes
intelectuales anglosajones, pero también
la tiene, dentro de esta misma área geográfica, en núcleos que
genéricamente podríamos denominar protestantes, donde aún anidan odios
ancestrales como los que cubrieron de tensiones el cristianismo en la
modernidad y del que dan buena cuenta tanto la cabeza del santo canciller
inglés Tomás Moro como las matanzas de protestantes franceses por parte de
católicos fanatizados.
En los países de tradición católica, las expresiones de cristianofobia
se han multiplicado en los últimos años al calor del proceso de secularización y
no sin una cierta cierta impunidad. En tal sentido, puede advertirse una sorda pasividad
en los fieles cristianos de estos mismos países en la defensa de sus propio
derechos, en contraste con la sensibilidad que muestra la colectividad judía, de la cual acabamos de
tener una nueva muestra en el episodio a que dieron lugar los dichos de un
ministro[16].
De este modo, resulta inimaginable que pueda suscitarse un episodio parecido en
materia de cristianofobia, incluyendo la cobertura de páginas enteras por parte
de los grandes diarios.
Esta baja sensibilidad católica posiblemente se vea suscitada por un cierto complejo bastante difundido hoy en
el ambiente permisivo que da el tono a la sociedad posmoderna y que inhibe de hablar y de actuar debido a una
suerte de temor mas o menos difuso por el cual los ciudadanos temen ser
condenados con el anatema de cerrazón mental o al menos ser considerados poco
sensibles al canon relativista dominante, o quizás acusados de autoritarios o
arcaicos en su propias concepciones sobre la vida social.
[1] Eric Voegelin,
El asesinato de Dios y otros escritos
políticos, Prólogo de Peter J. Opitz, Hydra, Bs.As., 2009.
[2] De entre la
frondosa bibliografía hoy existente,
puede consultarse la trilogía histórica de Michael Burleigh, El
Tercer Reich, Causas Sagradas y Poder terrenal, de las que existe
traducción castellana de la editorial española Taurus. Debe distinguirse la
religión civil de la religión política, ambas religiones seculares.
[3] Cfr. Roberto
Bosca-José Enrique Miguens (Comp), Política
y religión. Historia de una incomprensión mutua, Lumiere, Bs.As., 2007,
segunda parte.
[4] Si bien la Revolución Francesa es
considerada universalmente un ícono del espíritu antirreligioso, debe decirse
que ella misma es una religión política a cuyo calor florecieron dogmas y
liturgias revolucionarias que impusieron el credo de los derechos humanos como
los diez mandamientos o las tablas de la ley de una religión secular.
[5] Cfr. Gilles
Kepel, Las políticas de Dios, Anaya
& Mario Muchnik, Madrid, 1995.
[6] Cfr. Henri
Pirenne, Mahoma y Carlomagno,
Alianza, Madrid, 1992, 121.
[7] Cfr. entre otros, Giselle
Littman, Eurabia: The Euro-Arab Axis, Fairleigh Dickinson
University Press,
2005.
[8] Cfr. Samuel
Huntington, The
Clash of Civilizations and the Remaking of World Order, Simon &
Schuster, New York, 1996, trad. cast.: Choque de Civilizaciones, Paidos, Bs.As., 1997. Esta obra se origina en un artículo publicado
por el autor en “Foreign Affairs” en el
verano de 1993 y aún hoy sigue convirtiéndose en un centro de polémicas. Uno de
sus principales contradictores fue el orientalista Edward Said, quien ha sido
un agudo crítico de los prejuicios occidentales sobre oriente.
[9] Cfr. Oliver
Roy, Les etats musulmans: entre islamisation
et laicité. Religions et libertés dans le monde, en Jean Bauberot (Dir) “La laicité á
l’épreuve. Religions et libertés dans le monde”, Universalis, París, 2004, 95
-108. En la misma obra, también ver: Sébastian Fath, Le fondementalisme, 163-171.
[10] La expresión
fue acuñada por Pierre-André Taguieff en La nueva
judeofobia, Gedisa, Barcelona, 2002.
[11] El concepto
de antisemitismo data de 1879 y se debe a Wilhelm Marr, y el de judeofobia data
de 1882 y se debe a León Pinsker.
[12] Cfr. René
Guitton, Cristianofobia. La nuova persecuzione, Lindau, 2010.
[13] Sobre el
proceso de descristianización y su distinción con el de desclericalización,
cfr. Mariano Fazio, Historia de las ideas contemporáneas. Una lectura del proceso de
secularización, Rialp, Madrid,
2006, y especialmente, Secularización y cristianismo. Las
corrientes culturales contemporáneas, 1ª ed., Universidad
Austral-Universidad Libros, Bs. As., 2008.
[14] Deben
distinguirse de otra parte las verdades
religiosas, que no pueden imponerse jurídicamente a los ciudadanos de las
convicciones morales naturales que pueden ser propuestas y defendidas
legítimamente en el ámbito público. Cfr. Alfonso Santiago, Religión y política. Sus relaciones con el actual magisterio de la
Iglesia católica y a través de la historia constitucional argentina, Ad
Hoc, Bs. As., 2008, 200 y ss.
[15] Tal el caso
del político italiano Rocco Buttiglione,
excluido de un cargo en la Unión Europea debido a sus opiniones morales
inspiradas en su fe cristiana.
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