Conferencia en el Congreso Teológico Pastoral preparando el VI
Encuentro Mundial de las Familias, del
filósofo chileno Jaime Antúnez Aldunate, director de la Revista "Humanitas"
(www.humanitas.cl).
¿En nombre de qué podemos afirmar
que tal acto humano es bueno o malo, tal conducta justa o injusta, tal
comportamiento correcto o no?
Nuestra época, nosotros mismos,
perturbados muchas veces por los inmensos cambios que vemos a nuestro alrededor
y que afectan de forma muy concreta nuestras vidas y las de nuestras familias,
nos habremos de hacer muchas veces esta pregunta: ¿Sobre qué, a fin de cuentas,
se apoyan los valores y los principios éticos?
Se entiende de este modo que es
intrínseco a la dignidad del hombre que su inteligencia haya sido creada con la
capacidad de aprehender la verdad. La verdad sobre el hombre puede así ser
conocida universalmente gracias a la ley moral inscrita en el corazón de cada
uno, lo cual lejos de ser una limitación es la real garantía de poder obrar
moralmente con libertad.
El segundo fundamento sobre el qué
se apoyaban los valores y los principios éticos era de carácter metafísico: los
griegos (v.gr. Aristóteles y los estoicos) evocaban la naturaleza humana, con
lo que ella suponía de consonancia armónica entre el cosmos y la conciencia
personal. Muchos siglos después, el filósofo alemán Emmanuel Kant -para quién
la filosofía como moral se nutre en último término de la esperanza de que Dios
exista- elegiría otra perspectiva metafísica: fundó su ética sobre el bien,
buscado en cuanto él mismo ("Hacer el bien porque es el bien") y
percibido como un imperativo categórico.
¿Qué nos sucede entre tanto hoy?
Resulta claro que estos dos
pilares -el religioso y el metafísico- que fundamentaban para nosotros y para
nuestros mayores la moral y los valores, se han derrumbado ante nuestros ojos.
La religión ya no representa una
referencia común para las sociedades
occidentales (a diferencia de lo que acontece en ciertas sociedades islámicas).
Y por lo que se refiere a la metafísica, la hemos visto desmoronarse a partir
de la crisis de la razón ética, en el siglo XVII, derivando paulatinamente en
tantas convicciones como conciencias individuales existan.
En materia de fe y de costumbres
habríamos abandonado así la era de la verdad y la certeza para entrar en la era
de las convicciones, que en muchos casos se confunden con simples convenciones.
Una ficción que ilustra la actual realidad moral
El cuadro que se hace presente
ante nosotros, está bien figurado en la introducción del libro "Tras la
virtud" del filósofo y sociólogo británico Alasdair MacIntyre, a través de
una imagen metafórica relativa a las ciencias naturales, que el mencionado
autor denomina escuetamente "sugerencia inquietante".
Imaginemos, dice, que las
ciencias naturales sufren los efectos de una gran catástrofe. La población
mundial culpa a los científicos de grandes desastres ambientales. Se producen
motines, se asaltan los laboratorios y se les incendia, se da muerte a los
físicos, los libros y los instrumentos son destruidos. El movimiento llamado
"Ningún-Saber" toma victoriosamente el poder y procede a la abolición
de la ciencia que se enseña en colegios y universidades, apresando y ejecutando
a los científicos que restan. Pasa luego un cierto tiempo y la gente ilustrada
que ha sobrevivido a la catástrofe promueve una reacción contra la mencionada
ola destructiva anticientífica. Intentan resucitar la ciencia, aunque se
encuentran con el problema de que han olvidado en gran parte lo que fue. Poseen
apenas fragmentos: cierto conocimiento de los experimentos desgajado sin
embargo de cualquier conocimiento del contexto teórico que les daba
significado; partes de teorías sin relación tampoco con otro fragmento o parte
de teoría que poseen, ni con la experimentación; instrumentos cuyo uso ha sido
olvidado; semicapítulos de libros, páginas sueltas de artículos, no siempre del
todo legibles porque están rotos y chamuscados. A pesar de todo, se recogen
esos fragmentos y se les incorporan a una serie de prácticas que se
materializan resucitando para ellas los títulos científicos de física, química,
biología, etc. Los adultos involucrados en este esfuerzo disputan unos con
otros sobre los correspondientes méritos de la teoría de la relatividad, la
teoría de la evolución y otras más, aunque poseen ahora un conocimiento muy
restringido y parcial de cada una de ellas. Los niños son llevados a aprender
de memoria las partes sobrevivientes de la tabla periódica y recitan como ensalmos
algunos de los teoremas de Euclides. Nadie, o casi nadie, comprende que lo que
se está llevando a cabo no es ciencia natural bajo ningún concepto Los
contextos que serían necesarios para dar sentido a toda esta actividad se han
perdido, quizás irremediablemente. Algunos echan mano de expresiones como
"peso atómico", "masa", "gravedad específica" con
una ilación de lenguaje que recuerda los tiempos anteriores a la pérdida
provocada por la gran catástrofe. Pero acontece en realidad que las premisas
implícitas en el uso de esas expresiones habrían desaparecido y su utilización
nos revelaría elementos de arbitrariedad y hasta de elección fortuita
francamente sorprendentes. Se cruzarían razonamientos contrarios y excluyentes
no soportados por ningún argumento.
¿A qué viene construir este mundo
imaginario habitado por pseudo científicos ficticios?, se pregunta MacIntyre. Y
se responde: "La hipótesis que quiero adelantar es que, en el mundo actual
que habitamos, el lenguaje de la moral está en el mismo grave estado de
desorden que el lenguaje de las ciencias naturales en aquel mundo imaginario
recién descrito. Lo que poseemos, si este parecer es verdadero, son fragmentos
de un esquema conceptual, partes a las que ahora faltan los contextos de los
que derivaba su significado. Poseemos, en efecto, simulacros de moral,
continuamos usando muchas de las expresiones-clave. Pero hemos perdido -en gran
parte, si no enteramente- nuestra comprensión, tanto teórica como práctica de
la moral".2
Agrego a lo anterior en forma
libre, tres breves notas que respecto de esta crisis toma en cuenta MacIntyre y
que contribuyen también a ilustrar nuestro tema:
Primero, la catástrofe sufrida
por los habitantes de ese mundo imaginario debe haber sido de tal naturaleza
que, con excepción de unos pocos, estos dejaron de comprender la naturaleza de
esa misma catástrofe.3 Algo similar nos parece ver, diríamos nosotros,
en el campo de la moral y los valores.
Segundo, en el cuadro de grave
desorden que sufre hoy el lenguaje de la moral -y que anticipó la metáfora de
la catástrofe científica- "a partir de conclusiones rivales podemos
retrotraernos hasta nuestras premisas rivales, pero cuando llegamos a las
premisas, la discusión cesa, e invocar una premisa contra otra sería un asunto
de pura afirmación y contra-afirmación. De ahí, tal vez, el tono estridente de
tanta discusión moral".4
Tercero, hoy la gente piensa,
habla y actúa en gran medida como si el emotivismo fuera verdadero,
independientemente de cuál pueda ser su punto de vista teorético públicamente
confesado. El emotivismo está incorporado a nuestra cultura. Con esto no se
afirma sólo que la moral no es lo que fue, sino algo más importante: que lo que
la moral fue, ha desaparecido en amplio grado, y que esto marca una
degeneración y una grave pérdida cultural.5
Dejemos aparte ahora el
desarrollo que acomete el filósofo británico y adoptemos simplemente estas
consideraciones como pórtico para nuestra propia reflexión acerca del tema que
nos ha propuesto el Santo Padre.
El proceso a Dios
Decíamos recién que hemos visto
el quebrantamiento de los dos pilares –el religioso y el metafísico- que
fundamentaban para nuestros mayores la moral y los valores. La religión ha
dejado así paulatinamente de ser una referencia común para la sociedad
occidental, mientras que a partir de la crisis de la razón ética, en el siglo
XVII, se produce el derrumbe de la metafísica. Entrase entonces de lleno en lo
que es común llamar el proceso de secularización de la cultura.
Como en la revolución acientífica
llevada a cabo por los del movimiento "Ningún-Saber" que imagina
MacIntyre, se abre en el siglo XVIII un proceso sin precedentes, el proceso a
Dios, como lo llama el historiador Paul Hazard.6 En el siglo XIX
dicho proceso se transforma en un rechazo a Dios.
El ataque frontal contra la
Iglesia católica y la fe cristiana desencadenado por el iluminismo del siglo
dieciocho, que declara la fe cristiana irracional, mítica, legendaria, enemiga
de la ciencia y del progreso, tiene portavoces como Voltaire, Bayle, Holbach
Helvetius entre otros. Su visión destructiva de la religión y de la Iglesia se
profundiza en el siglo diecinueve con Hegel, Feuerbach, Marx, Comte, Nietzsche,
Freud; y en el siglo veinte con el comunismo, el nacionalsocialismo7,
y luego con sucesivas generaciones de pensadores antirreligiosos y
anticristianos como Sartre y de científicos materialistas y agnósticos. Lo que
continua hasta hoy, en las líneas generales que dominan la cultura -a pesar de
espléndidas contraexpresiones- no desdice estos antecedentes, sino que los
ahonda.
La tercera etapa vio asimismo en
el siglo XX el advenimiento del hombre-demiurgo. El extraordinario desarrollo
de los conocimientos científicos y avances, más extraordinarios aún, de una
técnica que interviene en todos los campos, impulsaron al hombre a ocupar el
lugar de un Dios en lo sucesivo ausente. "Desde ahora -escribía Jean
Rostand- contamos con el medio para actuar sobre la cosa vital (...) porque
hemos penetrado en los arcanos de la naturaleza. (...) La ciencia ha hecho
dioses de nosotros antes que merezcamos ser hombres".8
La secularización en su estadio
actual exige una separación radical de toda expresión religiosa o metafísica.
No siempre rechaza a la religión como tal, pero sí la supuesta pretensión de
modelar la sociedad como en el pasado y de orientar las costumbres. Cada
individuo debe usufructuar de autonomía respecto a ella; la religión ha de
convertirse en asunto exclusivamente privado.
El mundo se ha «despojado de sus
dioses y su Dios», dijo Martin Heidegger. Y sucede, aparentemente, algo así
como si lo divino, se hubiese retirado del mundo.9
La cuestión de los valores hoy
Sin perjuicio del proceso de
secularización descrito en sus grandes trazos, nos encontramos hoy a diario
-principalmente en los medios de comunicación, escritos y sobre todo en los
audovisuales- con una retahíla de intercambios y discusiones que dan lugar a lo
que algunos llaman la "cuestión valórica".
Se entiende en general por valor,
en este marco, una opinión más estable, diferente de aquella otra que puede
llamarse de coyuntura, como lo son en general las políticas, económicas o de
índole semejante. Se homologará frecuentemente el tema del valor con un
"reproche ético". Entran en la categoría de la discusión de valores
muy característicamente aquellas referidas a temas como la familia, el aborto,
el derecho a la vida, la reproducción sexual y similares.
Nos encontramos aquí, sin
embargo, con la necesidad de realizar una primera distinción. Pues un valor para ser reconocido
como bien, necesita ser experimentado. Es esto algo de la esencia del valor
cuando se trata del tema de la cultura.
Hablando en la Pontificia
Universidad Católica de Chile a los constructores de la sociedad, durante su
visita apostólica a nuestro país, así lo expresa el recordado Siervo de Dios
Juan Pablo II: "La cultura es "el estilo de vida común (Gaudium et
spes, 53c) que caracteriza a un pueblo y que comprende la totalidad de su vida:
"el conjunto de valores que lo animan y de desvalores que lo debilitan...
las formas a través de las cuales aquellos valores o desvalores se expresan y
configuran, es decir, las costumbres, la lengua, las instituciones y
estructuras de convivencia social" (Puebla, 387). En una palabra, la
cultura es, pues, la vida de un pueblo".10
La cultura, en otras palabras,
sustantivo que deriva de cultivo, supone un tiempo y un cambio -el de la
siembra y la cosecha decimos- e implica unos valores que nos hacen vivir y
cambiar en una dirección consistente con ese desarrollo germinal.
La tradición aristotélica hablaba
en este sentido de virtudes. Las virtudes las entendemos en cuanto fuerzas,
capacidades de obrar. Los valores, mientras tanto, apuntan a bienes o cosas que
son estimables.
Pero sea como fuere, virtudes o
valores, unos y otros lo son en cuanto realidades vividas y no en cuanto meras
opiniones. Si no son capaces de cultivar a la persona -en el sentido de
germinar en ella un cultivo de su ser- estamos en el plano de simples
justificaciones o entelequias racionales, sin vinculación entitativa con el
bien, la verdad y la belleza.11 Se repetiría así, en el plano moral o del valor, la situación
experimentada por aquellos que deseaban resucitar -en la ficción de MacIntyre-
la ciencia fragmentada y desgajada de su contexto epistemológico, a
consecuencia de la catástrofe producida por la revolución anticientífica que
desencadena el movimiento "Ningún-Saber".
Todo lo cual nos pone de frente a
la crítica de Nietzsche12, quien formula una suerte de interesado
"J'acusse" ("Yo acuso"): el nihilismo es la situación en la
que los valores se resquebrajan, dejan de tener fuerza, pierden su finalidad,
donde no existe respuesta a la pregunta por qué, dice el autor de la
"Genealogía de la moral" y de "El Anticristo". Se les ha
situado, a los valores, en una esfera en la que no se les puede vivir,
transformándose estos en meras justificaciones de la razón y de la voluntad de
poder.
"Dios ha muerto, nosotros lo
hemos matado", grita Nietzsche. "Hemos cambiado el sentido de los
valores, se les ha subvertido (se refiere a los valores trascendentales de la
metafísica: la unidad, la verdad, el bien, la belleza). ¿Cómo es que no estamos
temblando frente a la oscuridad que viene? ¿Cómo podrá el hombre vivir con esta
realidad?", se pregunta. A lo cual responde: sólo el Superhombre es capaz
de sobrevivir en esta situación Se burla entonces con sarcasmo de los que
pretenden crear una moral después de haber dado muerte a Dios. ¿Tener en esa
situación una moral? Absurdo, responde Nietzsche.
Con diabólica lucidez, el
filósofo saca las consecuencias -aplicadas a la historia humana que tiene ante
sus ojos- de los dichos de la serpiente en el Paraíso. Los valores suponen por
definición, ya dijimos, un algo estimable, pero su apreciación como tal supone
a la vez un apetito ordenado. El fruto del árbol del Paraíso era apetitoso a la
vista. Lo era, como lo son tantos bienes antes y después de la subversión
provocada por la revolución nihilista que saluda Nietzsche, la que hizo
despertar en el hombre poderosas fuerzas que, según él, la "moral
judeo-cristiana" había enseñado a refrenar. Y entonces proclama: "Lo
que hasta ahora era lo más valioso sobre la tierra, resulta lo más
despreciable. Y lo que era lo más despreciable, es ahora lo más valioso".
Como en el Paraíso, glosamos nosotros, donde el valor estaba en Dios y era
según Dios, y la tentación de la autonomía lo quiso hacer del hombre y según el
hombre.
Nietzsche habla desde el lenguaje
de la subversión de los valores. Lo vital para él no es vivir según Dios, sino
gozar lo apetitoso del fruto, sin Dios. Vivir "dionisiacamente". Pero
fue Dios quien entre tanto hizo el fruto -hizo todas las cosas y todo lo hizo
bien- y así, el esfuerzo de una "antropología creatural", opuesta a
la tendencia histórica que comentamos, apuntaría por el contrario a redescubrir
la estimabilidad y belleza que las cosas tienen según Dios.
La salud no está en dejarse
llevar por las fuerzas "dionisíacas" del "eros", sino por
un amor razonable y verdadero. Pues Cristo, que no vino a condenar al primer
Adán y a la primera Eva, sino a redimirlos, "viene a renovar lo que es don
de Dios en el hombre, cuánto hay en él de eternamente bueno y bello, y que
constituye el substrato del amor hermoso. La historia del "amor
hermoso" es, en cierto sentido, la historia de la salvación del
hombre", nos dice Juan Pablo II en la Carta a las Familias.13 "Cuando
hablamos de ‘amor hermoso', hablamos, por tanto, de la belleza: belleza del
amor y belleza del ser humano que, gracias al Espíritu Santo, es capaz de este
amor", agrega.
Para ahondar en la comprensión de
la dualidad moral y valórica aquí planteada, y en las premisas de una verdadera
"antropología creatural", conviene leer con cuidado la primera parte
de la encíclica Deus caritas est. El Papa Benedicto XVI se detiene allí en los
conceptos de "eros" y "agapé", como expresión del amor
humano, según el uso dado a uno y otro de estos términos por los griegos y
también por el Antiguo y el Nuevo Testamento. Con claridad y hondura, llama
nuestra atención en el comienzo de esta carta hacia lo siguiente: relegar la
palabra eros por la nueva concepción del amor que se expresa con la palabra
agapé, "denota sin duda algo esencial en la novedad del cristianismo,
precisamente en su modo de entender el amor". Y agrega, en directa
relación con lo que veníamos tratando: "En la crítica al cristianismo que
se ha desarrollado con creciente radicalismo a partir de la Ilustración, esta
novedad (la del amor entendido como "agapé") ha sido valorada de modo
absolutamente negativo. El cristianismo, según Friedrich Nietzsche -sigue
diciendo el Papa-, habría dado de beber al eros un veneno, el cual, aunque no
le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio. El filósofo alemán expresó de
este modo una apreciación muy difundida: la Iglesia, con sus preceptos y
prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No
pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría,
predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace
pregustar algo de lo divino?" (hasta aquí la cita de Deus caritas est).
"Antropología creatural"(y real dimensión del
"Eros")
Lo característico del amor
cristiano -al que damos el nombre de agapé- es la oblación, el don. La cultura
pagana, principalmente la griega, rendía culto por el contrario al amor
vehemente y posesivo, es decir, el eros. El judeo-cristianismo no rechazó el
eros, sino que combatió, desde el Antiguo Testamento, la desviación destructora
que conduce a transformarlo en falsa divinidad, que le priva de dignidad y lo
deshumaniza. "El eros necesita disciplina y purificación para dar al
hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en
cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo
nuestro ser (...) (Mas para ello) hace falta una purificación y una maduración,
que incluyen también la renuncia. Esto (en cualquier caso) no es rechazar el
eros ni « envenenarlo», sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza
(...) Porque ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que
ama como criatura unitaria, de la cual forman parte cuerpo y alma".14
En la ribera opuesta de la
Weltanschaung nietzschiana -que supone un eros envenenado por el cristianismo-
Benedicto XVI nos recuerda los fundamentos religiosos y asimismo metafísicos
que es imperioso guardemos en nuestros corazones hoy, cuando esa oscuridad
presagiada por el filósofo ha caído sobre el mundo, a fin de animarnos a
recuperarlos para la cultura en general: "El aspecto filosófico e
histórico-religioso que se ha de subrayar en esta visión (...) es que, por un
lado, nos encontramos ante una imagen estrictamente metafísica de Dios: Dios es
en absoluto la fuente originaria de cada ser; pero este principio creativo de
todas las cosas -el Logos, la razón primordial- es al mismo tiempo un amante
con toda la pasión de un verdadero amor. Así, el eros es sumamente ennoblecido,
pero también tan purificado que se funde con el agapé."15
Esta imagen de amor-eros por su
pueblo, fundido y purificado en agapé de Dios, Único Señor16, se
corresponde muy justamente con el matrimonio monógamo e indisoluble. "El
matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de
la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se
convierte en la medida del amor humano".17 Esta verdad, como orientación de su amor, la
encuentra plenamente el cristiano en la cruz y en la comunión, que nos hace un
cuerpo, aunados en una única existencia. Por lo que se entiende asimismo que
uno de los nombres de la Eucaristía sea propiamente agapé.18
En dicha perspectiva ya no se ve
al otro con los propios ojos y sentimientos, sino con los de Jesucristo.
"La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en esta
comunión de voluntad que crece en la comunión del pensamiento y del
sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada
vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos
me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado
que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío".19
La acusación de Nietzsche, según
la cual el cristianismo habría "envenenado" el eros, queda pues
completamente refutada.
"Cruel tirano Herodes, por qué
temes que Cristo venga? No usurpa los reinos de la tierra, el que viene a dar
los celestiales"
El himno de la primera víspera de
la fiesta de Epifanía que celebramos hace pocos días desvirtúa poéticamente lo
temores que padece el hombre de nuestro tiempo, heredero de la cultura
ilustrada.
Los valores y el problema del relativismo
Nietzsche no podía o no quería
ver que la única forma en que los valores recuperaran entidad y fuesen
consonantes para el hombre era acudiendo al puente de lo que llamamos
teológicamente la gracia. Sin considerar las virtudes teologales -la Fe, la
Esperanza, la Caridad- hablar de valores en el contexto histórico en que nos
sitúa el filósofo, viene de nuevo a ser consonante con el nihilismo. Volvemos
al escenario de los valores entendidos como entelequias lingüísticas.
Justificaciones a posteriori de opciones hechas por la voluntad, sin tener
realmente en cuenta los valores propiamente dichos. Engendro del más puro
relativismo.
La única forma de ser razonable
en la línea del logos, es que la razón brote de la experiencia. Esta radical
formulación de Don Giussani se entiende perfectamente al mirar la experiencia
de la santidad en la historia de la Iglesia.20 La verdadera presencia del actuar divino se
descubre porque esas virtudes teologales, de las que recién hablamos, verdadero
y último fundamento de los valores, son una energía que visiblemente rehace la
faz de la tierra. No podría confundírsele en caso alguno con algo estático o
con cierto motor inmóvil. Se nos aparece asimismo como una expresión de
belleza, en refulgente sintonía con la verdad y la bondad que transforman, y
por tanto en profunda afinidad con lo entitativo de los valores.21 La verdad es el alma de la belleza, enseñó
Guardini.22
Esta racionabilidad, coherente
con el logos y con la experiencia viva –que es lo propio de lo que llamamos
valor- se ha de ver asimismo en el marco de una experiencia mucho mayor, en el
tiempo y en el espacio, como es la solidariedad intergeneracional, o lo que
comúnmente conocemos como tradición. La continuidad en el amalgamiento de los
valores por parte de las distintas generaciones e instancias de la sociedad
civil, constituye algo que podríamos llamar un "consenso profundo",
por contraste con aquel otro consenso del que oímos hablar a diario en los
distintos medios, y que corresponde al acomodo interesado de
"valores" o como quiera llamárseles, en todo caso en su versión de
entelequias racionales.
Como puede fácilmente entenderse,
y más allá de cualquier crisis, nos hallamos en este punto frente a una
experiencia de communio cuyo natural efecto es el cultivo como personas de
quienes participan de ella. Sin duda que, en este orden de comunión, la familia
-"escuela del más rico humanismo" como la llama la Constitución
Pastoral Gaudium et spes23 - nos ilumina por encima de cualquier
otro cuerpo social. Su capacidad de transmitir cultura de generación en
generación y ofrecerse como matriz de convivencia en todos los ámbitos públicos
y privados, no tiene equivalencia. Sabemos que es en su seno donde se fragua el
futuro de la humanidad.24
Subrayando lo que específicamente
nos ocupa - los valores- tenemos en la familia, a la luz de lo anterior, el
paradigma de lo que socialmente es un bien o valor en sí mismo. Vemos, en
efecto, como el consenso profundo de los siglos la consagra como tal. No está
su bien específico en que ayuda a las personas a sobrevenir dificultades de una
u otra índole, cuya lista sería largo enumerar. No. Lo propio del valor familia
es el de una comunión que cultiva y cambia a las personas que de ella forman
parte, rasgo intrínseco de su eclesialidad. Obra así también como genuina
matriz del resto de los organismos que componen la sociedad civil. Su
destrucción, debemos comprenderlo, no radica en la dispersión de sus partes
-como sería el caso de una sociedad comercial cualquiera- sino en la extinción
de la misma. Lo que es un valor fundado en una experiencia de bien común, como
es la familia, sólo sobrevive en comunión y no es susceptible de fragmentación;
si se le fragmenta se acaba ese bien. Así sucede también, por ejemplo, aunque
en menor medida, en el caso de la escuela - que nace de la familia- cuya
destrucción más que la dispersión de la materialidad de sus instalaciones,
estriba en la extinción de ese valor consistente en la comunidad de maestros y
discípulos.
De seguir con el mismo ejercicio,
veríamos que son también esos valores reconocidos como tales, los que dan su
cuerpo real a la Doctrina Social de la Iglesia. Replegarse así en enunciados
sobre el destino universal de los bienes, la solidariedad, el principio de
subsidiaridad, el orden justo y otros, sin tener como punto de partida a la
persona, la familia, la comunidad de trabajo, la experiencia de los grupos
intermedios, la escuela, vale decir, la sociedad civil, puede arrastrar al
enunciado de verdades parciales, cuando no de simples entelequias universales.
Es lo que a menudo vemos en las ya clásicas confrontaciones ideológicas que
disputan por más espacio para el Estado o para el Mercado. A decir verdad, en
tanto no aparezcan en el horizonte las personas y sus necesidades reales,
cualquier discusión, incluso de temas tan atinentes como la subsidiaridad o la
solidaridad, corre el peligro ya señalado.
Engendro del más puro
relativismo, dijimos. En efecto, si se habla de relativismo de los valores, el
problema debe ser visto en el plano de la experiencia. Pues este relativismo
tiene que ver, más que con el lenguaje y los discursos, principalmente con los
quiebres familiares, con la secularización de la mujer25, con la crisis
social de la figura del padre26, con la voluntad de no compromiso, y
tantas y tan variadas actitudes del género. El valor no se sostiene en un
discurso, como es claro, sino en un modo de ser persona.
En el contexto globalizado en que
vivimos, hay dos grandes factores -a los que no podríamos dejar de referirnos-
que parecen incidir de modo particularmente negativo con respecto a la entidad
de los valores que buscamos resguardar y fortalecer.
Uno es el problema que deriva de
la técnica, tal cual es a menudo concebida hoy. "Cuando la tecnología deja
de tener raíces profundas en la cultura, se transforma en una tecnocracia ciega
a las necesidades humanas".27
Hablamos por cierto de una
técnica no comprendida como servicio al otro, sino como valor supremo,
desvinculado de los valores de la persona, y que gira, con respecto a ésta, en
torno al binomio eficacia-sustituibilidad. El parámetro por el que se mide la civilización
tecnocrática es evidentemente la eficacia ; la tecnología por definición es
eficacia. Si hay una parte que no funciona, se la cambia; lo mismo en cuanto al
procedimiento, se busca otro.
Nadie podrá negar la íntima
satisfacción que producirá en una persona ser eficaz en lo que hace, en sus
labores profesionales, en la atención de su familia, y así en adelante. Pero en
este último caso se trata de una eficacia entendida como un valor subsidiario,
incardinado, por decirlo así, en las virtudes teologales que dan, según vimos,
entidad al valor. Separadas de esas virtudes teologales, como sucede en el
contexto secularizado de la cultura actual, la eficacia se traduce en una
máquina despersonalizada. La afirmación de que cada ser humano es una persona,
una vocación única de Dios, que la multiplicidad y variedad de los seres
humanos enriquece a la humanidad, todo ello se termina con el binomio
eficacia-sustituibilidad. Se lo defina o no como parámetro de la moral
utilitarista, el hecho real es que tenemos hoy como criterio dominante o
generalizado, que la legitimación de cualquier persona o acción es dada por la
eficacia a secas.
Especialmente preocupante
resulta, en este mismo sentido, la circunstancia de que el fenómeno de la
globalización está imponiendo, a todo el mundo, una concepción de la felicidad
como puro producto progresivo de la tecnociencia. En esta visión de las cosas
-donde se hace tan particularmente ausente la virtud teologal de la esperanza-
no queda ya lugar para el alma, la resurrección de la carne, ni la vida eterna.28
El segundo gran obstáculo para la entidad de
los valores proviene, con toda evidencia, de los medios de comunicación de
masas.
Se trata, en cierto modo, de la
situación ya muchas veces expuesta por el magisterio de la Iglesia y que recoge,
por ejemplo, con toda claridad Juan Pablo II en la Carta a la Familias.29
Es el drama de los modernos
medios de comunicación sujetos a la tentación de manipular el mensaje,
falseando la verdad sobre el hombre, produciendo con ello profundas alteraciones
en este hombre de nuestro tiempo, a punto de poder hablarse en este caso de una
"civilización enferma".30
Dicha enfermedad tiene sin duda
mucho que ver también con la cuestión de la técnica, tratada en el punto
anterior. Una civilización sana, entre otras cosas es aquella que convive con
las personas y con las realidades, y se atiene a ellas. La velocidad de la
comunicaciones, el prurito de trabajar éstas en el "tiempo real",
lleva a los medios a vivir en la anticipación de la información, a no esperar,
a desarrollar la costumbre de generar expectativas, todo lo cual trastorna la
percepción de la "realidad real". ¿No explica ello en parte el
tráfago incontenible de atribuciones e imputaciones de todo tipo que circulan
en los medios con perfecta indiferencia de la verdad?
A esa dimensión del problema se
añade sin embargo otra, que tampoco le es ajena. Los medios de comunicación,
tomados por esa dinámica del "tiempo real", provocan cada vez más una
acentuación del corto plazo y del presente, en perjuicio del mediano y largo
plazo. La vigencia de la información es breve y se olvida luego. Como éstas son
efímeras, los medios valoran también lo efímero, el instante. Sobra decir, pues
lo tenemos a la vista, cuánto este criterio de temporalidad se traspasa también
a la actividad política, cada vez más dependiente de esos medios, con grave
perjuicio de su dimensión cultural, dimensión llamada a formar tradiciones y a
realizar una transmisión intergeneracional de valores -indispensables para la
estabilidad democrática- sólo infundibles al precio de la claridad, la
paciencia y el tiempo.31
La creciente dependencia en que
vive la población de los muy variados medios que la técnica va cada día
ofreciendo -al margen de la provechosa utilidad que obviamente puede generar su
buen uso- va por otra parte generalizando el hábito mental de vivir
"conectado", situación alarmante en cuanto se superpone y desplaza el
natural y personal vivir "comunicado". Mientras lo segundo, lo dice
la palabra, es propio de la comunión interpersonal, no sucede lo mismo con la
conexión, crecientemente impersonal, paralela a –y sintomática de- la soledad
en que vive el hombre contemporáneo.
El traspaso de esta problemática
realidad al tema del lenguaje, puede desde luego observarse en todos los
niveles. El lenguaje existe por que existe otro. Puede afirmarse, por la propia
experiencia de la historia de la cultura, que en la medida en que ese
"otro" -con letra O mayúscula ó minúscula- ha sido sentido más
fuertemente, el lenguaje se ha enriquecido hasta alcanzar cumbres absolutamente
admirables. La desaparición del otro, su traslación al plano de la realidad
virtual, tendrá en seguida efectos -hoy por lo demás muy visibles - en la
"deconstrucción" del lenguaje, tanto del hablado como del escrito, particularmente
en el ámbito de la red. Decíamos que este fenómeno degenerativo se desarrolla
en todos los niveles. No es necesario extendernos en demasiados análisis. Cada
uno en su país puede hacer la experiencia...
"La familia es una escuela del más rico humanismo"32
Sólo cuando otros nos reconocen,
sea a través de vínculos de amistad, de los afectos familiares o de la
fraternidad en el trabajo, tenemos verdaderamente la sensación de existir.
Cuando nadie te ve, tienes la idea de no existir. En un mundo en el que los
hombres están solos -porque este mundo es el de las grandes masas pero lleno de
hombres solos, de hombres que no son reconocidos por los otros y que perciben
su propia vida como si no tuviera significado- es fácil ser capturado en el
plano de los valores, o más precisamente de los contravalores, por distintas
formas de nihilismo. Nos explicamos perfectamente la atribución de Robert
Spaemann para nuestro tiempo como siendo el del "nihilismo banal".
Importa pues constatar que el
reconocimiento del misterio de la vida -el de los valores, que tenemos el
tiempo de nuestra existencia terrena para descubrir y vivir- está
necesariamente vinculado a una relación humana. De ahí también las dificultades
que registramos hoy para una auténtica experiencia religiosa. Falla a menudo
ese factor humano que radica en la conciencia del otro, siendo que la
experiencia religiosa siempre está relacionada al vínculo con el otro, está
relacionada con una gratuidad que se muestra en un rostro, en una persona
diferente de uno mismo.
En lo que a veces se ha llamado
una "sociedad líquida" -por referencia a este mundo de relaciones
humanas veloces, evanescentes, ocasionales y efímeras- cuesta sin duda bastante
esfuerzo madurar una relación. Ello torna también difícil la experiencia del
misterio de la vida. Porque dicha experiencia tiene que ver muy directamente
con relaciones humanas verdaderas. Tiene que ver con el hecho de que me deje
provocar y tocar por la humanidad del otro. Pues esa humanidad del otro, que ya
es grande, es signo de algo aún más grande que la naturaleza. No andaba en este
sentido descaminado el pensador hebreo Emanuel Levinas, muerto recientemente,
al afirmar que el rostro del otro es la huella del infinito.
Esta relación entre la
experiencia del otro y la experiencia de Dios –el valor religioso por
antonomasia- la expresó con particular belleza el Concilio, recordándonos que
el Señor Jesús, "ofreciendo perspectivas inaccesibles a la razón humana,
sugiere cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de
los hijos de Dios en la verdad y el amor. Esta semejanza muestra que el hombre,
que es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma, no
puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo".33
La gran "revelación",
el primer descubrimiento del otro, es la familia34. El hombre de hoy
no puede aprender de la moderna cultura de masas los contenidos del "amor
hermoso", observa el Siervo de Dios Juan Pablo II, quien nos recuerda que
éste se aprende en cambio rezando, y rezando "con aquel escondimiento con
Cristo en Dios" que enseña San Pablo.
Es la oración que inspiró en el
umbral de la nueva alianza el "amor hermoso" de José y de María, y
que hizo a José35, informado por el ángel del Señor y obedeciendo su
mensaje, acoger el don precioso de la Encarnación del Verbo en las entrañas de
la Virgen, fuente y cimiento de todo genuino valor.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS:
1 Cfr. Tertuliano. Marc. 2,4. En
CIC, Cap.III, n° 1951 (Asociación de Editores del Catecismo, Madrid, 1992)
2 Cfr. MacIntyre, Alasdair. Tras
la virtud. (Crítica, Barcelona, 2004), pp.14-15
3 Ibid. p.16
4 Ibid. p.22
5 Ibid. p.39
6 Cfr. Hazard, Paul. La pensée europèene
au XVII siécle. De Montesquieu a Lessing (Bolvin et Cie, Paris, 1946). TI, pp.
61-64
7 Juntos, el comunismo y el nacionalsocialismo,
provocaron en el pasado siglo XX mayor cantidad de mártires cristianos que en
los diecinueve siglos que anteceden.
8 Cfr. Rostand, Jean. Peut on modifier l´homme?
(Gallimard, Paris, 1956) p.29
9 Cfr. Bruguès, Jean-Louis. En
Revista Humanitas n°1 ("La ética en un mundo desilusionado") y n° 38
("Moral católica. Lo que está en juego hoy")
10 Cfr. Discursos de Juan Pablo
II en Chile: www.humanitas.cl (Biblioteca Electrónica - Juan Pablo II)
11 Es este un énfasis constante
en discursos del papa Benedicto XVI. Véanse por ejemplo estas palabras dirigidas
al episcopado polaco en visita "ad limina Apostolorum"
(3.XII.2005): "Uno de los principales
objetivos de la actividad del laicado es la renovación moral de la sociedad,
que no puede ser superficial, parcial e inmediata. Debería caracterizarse por
una profunda transformación del ethos de los hombres, es decir, por la
aceptación de una oportuna jerarquía de valores, según la cual se formen las
actitudes".
12 "Friederich Nietzsche
ilustró bien esta etapa que anunciaba: ‘Dios ha muerto. La creencia en el Dios
cristiano cayó en el descrédito' (Friedrich Nietzsche, Le Gal Savoir: Fragments
posthumes (1981-1982), Gallimard, París 1967, 343, p. 225). Este autor incitó
al hombre a despertar en él poderosas fuerzas que la "moral
judeo-cristiana" le había enseñado a refrenar, y que es definida como catálogo
"de pequeñas y grandes tretas, artificios que emanaban un perfume de
farmacia doméstica y de cordura de buena mujer". Nietzsche diagnosticaba que
la sociedad europea había entrado en un largo período de nihilismo: los grandes
valores se desvalorizaban "y la reacción espontánea, que consistía en
defender esos grandes valores tanto más vigorosamente cuanto más se debilitaban,
refuerza aún más el nihilismo; ya que esto prueba que esos valores no son más
que valores cuyo único valor es el poder de afirmación que los sostiene desde
el exterior. Así los devela como intrínsecamente dependientes de la voluntad de
poder y alienados por su imperio. (Para entender por qué se ha hecho imposible
fundar la moral, ver la obra de Nietzsche Más allá del bien y del mal, en
particular la quinta parte, ‘Contribución a la historia natural de la
moral')". Cfr. Bruguès, Jean-Louis. La ética en un mundo desilusionado.
Revista Humanitas n°1, 1996
(www.humanitas.cl).
13 Cfr. Juan Pablo II, Carta a las
Familias (1994), n°20
14 Cfr.Benedicto XVI. Carta Encíclica Deus
caritas est n°4 y 5
15 Ibid. n°10
16 Cfr. Dt. 6, 4-7
17 Ibid. n°11
18 Ibid. n° 12,14
19 Ibid. n° 17,18
20 "A menudo he afirmado que estoy convencido
de que la verdadera apología de la fe cristiana, la demostración más
convincente de su verdad contra cualquier negación, se encuentra, por un lado,
en sus santos y, por otro, en la belleza que la fe genera. Para que actualmente
la fe pueda crecer, tanto nosotros como los hombres que encontramos, debemos
dirigirnos hacia los santos y hacia lo Bello". Cfr. Ratzinger, Joseph. La
contemplación de la belleza. Revista Humanitas n° 29 (puede verse también en
www.humanitas.cl)
21 Es interesante el contrapunto de esta
percepción de la belleza-verdad y de la belleza-bien con el esteticismo
nihilista. Así lo expresó recientemente Benedicto XVI: "Una búsqueda de la
belleza que fuese extraña o separada de la búsqueda humana de la verdad y de la
bondad, se transformaría, como por desgracia sucede, en mero esteticismo, y
sobre todo para los más jóvenes, en un itinerario que desemboca en lo efímero,
en la apariencia banal y superficial" Cfr. Benedicto XVI, Mensaje a los
participantes en la XIII Sesión pública de las Academias Pontificias sobre el
tema "Universalidad de la belleza: estética y ética al contraste"
22 Cfr. Figari, Luis Fernando. Formación y
Misión. (Copihue, Santiago, 2008)
23 Cfr. Constitución Pastoral Gaudium et spes,
n°52
24 Cfr. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica
Familaris consortio, n°86
25 Cfr. Burgraff, Jutta. El feminismo, ¿
destruye a la familia? Revista Humanitas n°7, 1997
26 Cfr. Anatrella, Tony. La figura del padre
en la modernidad. Revista Humanitas n° 50, 2008 (puede verse también en
www.humanitas.cl)
27 Cfr. Morandé, Pedro. La política y las
comunicaciones sociales (ver www.humanitas.cl)
28 Cfr. Scola, Angelo. La felicitá como prodotto
de la tecnoscienza. Studi Cattolici n°562, diciembre 2007
29 Cfr. Juan Pablo II, Carta a las Familias
(1994), n°20
30 Viene aquí al caso recordar el último
Mensaje de S.S.Benedicto XVI para la XLII Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales donde plantea la
necesidad de una "Infoética"
(www.humanitas.cl).
31 Cfr. Morandé, Pedro. La política y las
comunicaciones sociales. (www.humanitas.cl)
32 Constitución Pastoral Gaudium et spes, n°
52
33 Ibid. n° 24
34 "¿Por qué Cristo, en el Sermón de la
montaña, habla de manera tan fuerte y exigente? La respuesta es muy clara:
Cristo quiere garantizar la santidad del matrimonio y de la familia, quiere
defender la plena verdad sobre la persona humana y su dignidad. Es solamente a
la luz de esta verdad como la familia puede llegar a ser verdaderamente la gran
«revelación», el primer descubrimiento del otro: el descubrimiento recíproco de
los esposos y, después, de cada hijo o hija que nace de ellos.
Lo que los esposos se prometen
recíprocamente, es decir, ser «siempre fieles en las alegrías y en las penas, y
amarse y respetarse todos los días de la vida», sólo es posible en la dimensión
del «amor hermoso». El hombre de hoy no puede aprender esto de los contenidos
de la moderna cultura de masas. El «amor hermoso» se aprende sobre todo
rezando. En efecto, la oración comporta siempre, para usar una expresión de san
Pablo, una especie de escondimiento con Cristo en Dios: «vuestra vida está
oculta con Cristo en Dios» (Col 3, 3). Sólo en semejante escondimiento actúa el
Espíritu Santo, fuente del «amor hermoso». Él derrama ese amor no sólo en el
corazón de María y de José, sino también en el corazón de los esposos,
dispuestos a escuchar la palabra de Dios y a custodiarla (cf. Lc 8, 15). El
futuro de cada núcleo familiar depende de este «amor hermoso»: amor recíproco
de los esposos, de los padres y de los hijos, amor de todas las generaciones.
El amor es la verdadera fuente de unidad y fuerza de la familia." Cfr.
Juan Pablo II, Carta a las Familias (1994) n°20
35 "José es consciente, ve con sus
propios ojos que en María se ha concebido una nueva vida que no proviene de él
y por tanto, como hombre justo, observante de la ley antigua, que en su caso
imponía la obligación de divorcio, quiere disolver de manera caritativa su
matrimonio (cf. Mt 1, 19). El ángel del Señor le hace saber que esto no estaría
de acuerdo con su vocación, más aún, que sería contrario al amor esponsal que
lo une a María. Este amor esponsal recíproco, para que sea plenamente el «amor
hermoso», exige que José acoja a María y a su Hijo bajo el techo de su casa, en
Nazaret. José obedece el mensaje divino y actúa según lo que le ha sido mandado
(cf. Mt 1, 24). También gracias a José el misterio de la Encarnación y, junto
con él, el misterio de la Sagrada Familia, se inscribe profundamente en el amor
esponsal del hombre y de la mujer e indirectamente en la genealogía de cada
familia humana. Lo que Pablo llamará el «gran misterio» encuentra en la Sagrada
Familia su expresión más alta. La familia se sitúa así verdaderamente en el
centro de la nueva alianza". Cfr. Ibid. CIUDAD DE MÉXICO, viernes, 16
enero 2008
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