sábado, 13 de agosto de 2016

QUIÉN ES BUEN POLÍTICO PARA BALTASAR GRACIÁN



Baltasar Gracián
Me acerqué a este gran escritor pensando encontrar un buen tratadista en la formación de gobernantes, y sufrí gran decepción: su prudencialismo táctico –típico del Barroco español- no pasa de consejos para cortesanos. Pero CIVILITAS prosigue su indagación universal buscando nuevas fuentes de inspiración –también históricas y literarias- para nuestra tarea de ayudar a formar mejor a los jóvenes en su futura función de gobierno, con la esperanza que un día dirijan los mejores a nuestra sociedad y superemos la generalizada decadencia y desprestigio de la política


Siempre hay cierta arbitrariedad en la clasificación y delimitación de diferentes etapas históricas, sin ir más lejos podemos recordar el inacabado debate sobre la denominación y real existencia de la “Edad Media”. Sin embargo, la peculiar decadencia del optimista espíritu renacentista que deriva en el ambiente de desengaño en el Barroco ―particularmente en España― parece estar fuera de discusión. El pensamiento y la acción política concuerdan bajo los reinados de Felipe III, Felipe IV y Carlos II con ese espíritu, tan bien reflejado en la literatura de la época. En el Renacimiento aún se confiaba en la capacidad humana de mejorar la sociedad. En el período barroco, al Absolutismo monárquico se añaden crisis económico-sociales que producen un clima de desengaño en los espíritus y de escepticismo en las posibilidades de la política para remediar los males de las mayorías sociales. Es posible que el contraste entre la categoría de gobernantes como los Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II por un lado, y los siguientes reyes por otro,  haya influido en ese desánimo. La política deja de ser una actividad que se escriba con mayúsculas, deviniendo en las minúsculas de la política cortesana. No debe olvidarse que entre otras muchas variables que influyen en el espíritu de la época, no serán ajenas en la vida política la publicación de El Príncipe ―escrito en prisión en 1513 y publicado póstumamente en 1531―y los Seis libros de la República de Jean Bodin, que vieron la luz en 1576. En España la guerra en Cataluña de 1654 parece que también contribuyó a quebrantar los ánimos.


Cierto pragmatismo, y aún mecanicismo aplicado a las conductas, termina cuajando en un prudencialismo táctico del que Baltasar Gracián será el más destacado representante. Ello termina llevándolo ―según Aurora Egido, recientemente incorporada a la Real Academia de la Lengua― a ser un post-moderno avant la lettre,  y en esto consiste parte de la gracia de Gracián. La prudencia en él se convertirá en arte, ya no en virtud. Maquiavelistas y tacitistas sostendrán que ahora “interesa más que la virtud de hacer el bien, el arte de hacer bien algo”. El desencanto ―y a veces cierta mordacidad escéptica― que se trasluce en alguien que debería estar consagrado a lo espiritual y a la enseñanza de la moral, como en el caso de este religioso jesuita, evoca al Libro del Eclesiastés, en donde el rey Quoéleth, supuestamente sabio y por eso se piensa que podría tratarse de Salomón, casi se regocija en afirmaciones desconcertantes por encontrarse en un libro sagrado: una sabiduría desengañada, donde todo es motivo de desconfianza, quedando como único consuelo disfrutar con fruición del momento presente, de la juventud, de la buena comida y bebida.



     Quién es un buen político para Gracián



Fue notable el éxito de este aragonés ya en su propio tiempo. Desde entonces hasta ahora no ha dejado de escribirse sobre él en variadas lenguas, incluso se sostiene que en alemán más aún que en su castellano natal. Schopenhauer tradujo el Oráculo Manual, y se dice que aprendió español para poder leer directamente a Gracián. En nuestros días y en nuestro idioma tiene algo de reconfortante comprobar que los mejores especialistas en este singular escritor son paisanos suyos aragoneses o han trabajado en torno a la fundación Fernando El Católico de la Diputación de Aragón: Elena Cantarino, Emilio Blanco, Aurora Egido…, allí está el fulcro en el que se están fraguando los mejores estudios y publicaciones sobre el natural de Belmonte, hoy rebautizado como Belmonte de Gracián.



Después de su debut con El Héroe en 1637, en donde propugna la novedad de extender al vulgo las cualidades regias, su segundo libro es El Político―publicado en 1640, aún bajo el seudónimo de su hermano Lorenzo― y está dedicado a reseñar admirativamente en su mismo título la labor gubernativa del rey Fernando. En este año de 2016 con tantos aniversarios de centenarios, también se recuerda el V centenario de la muerte en Madrigalejo ―el 23 de enero de 1516― de quien fuera rey de Aragón entre 1479 y 1516; rey de Castilla como Fernando V entre 1474 y 1504; rey de Sicilia (1468-1516) y rey de Nápoles como Fernando III entre 1504 y 1516. Quizás esta efeméride pueda servir de disculpa para detenerse hoy un poco en esta obra gracianesca; aunque adelanto mi opinión de que la titulación y tema de El Político puede inducir al error de pensar que el célebre escritor jesuita es un tratadista sobre filosofía política y ciencia del buen gobierno, cuando en realidad si se encuadra en el conjunto de toda su opera omnia, no nos encontraremos con una concepción de la Política con mayúscula ―como estamos acostumbrados a hallar en tantos clásicos de la Antigüedad― sino con la minúscula de la política cortesana del Barroco.



No vamos a encontrar en toda su obra ―con la excepción quizás de El Comulgatorio, escrito probablemente con una intención no del todo clara― una concepción de la ética homologable con la aristotélica, ciceroniana o senequista, y mucho menos tomista, si no con una idea de la moral que deviene con facilidad en moralismo, y a la postre hasta en moralina. Si bien es cierto que en su gran novela alegórica El Criticón ―anticipatoria en variados sentidos de géneros literarios posteriores― hay una finalidad moral, aunque a mi limitado entender de no muy elevado fuste. Así, concluye:

“Lo que vieron allí, lo mucho que lograron, quien quisiera saberlo y experimentarlo, tome el rumbo de la virtud insigne, del valor heroico, y llegará a parar al teatro de la fama, al trono de la estimación y al centro de la inmortalidad”.
El pretendido realismo pragmatista, combinado con cierto mecanicismo, busca configurar y mostrar a sus lectores al supuesto hombre de éxito, con fama de prudente, discreto, oportuno, ocurrente, brillante socialmente, condiciones imprescindibles para lograr prestigio y autoridad humana en la Corte. El honor, la fama y el decoro serán mostrencos pero no expresión de una vida interior rica, profunda y equilibrada. La generosidad es aparente, todo es táctica, todo está en función más del aparecer que del ser. Habrá que leer a Gracián sabiendo descodificar los conceptos sobre moralidad heredados de la tradición clásica y medieval, interpretándolos ahora en una clave mucho más terrena y casi frívola.



Hacia el fin de la Edad Media se produjo el debate sobre la naturaleza de la prudencia: ¿es virtud ―como se venía interpretando hasta entonces― o hay que entenderla como un arte? Para el antiguo vecino bilbilitano está claro que hay que inclinarse por esta segunda opción. No está lejos de su coterráneo Marcial, a quien parece querer remedar en sus aforismos los célebres Epigramas escritos y publicados hacia el fin del siglo primero de nuestra era.



En su debut literario con El Héroe, Gracián anuncia que quiere componer “una brújula de marear a la excelencia”, es decir, una guía para que el hombre común pueda llegar a ser excelente. En El Político Fernando el Católico, nuestro autor encuentra todas las cualidades del buen estadista en el rey aragonés; para él, el mejor gobernante de la historia. Un libro es continuación y complemento del otro; en realidad casi toda su obra está encadenada en una unidad de intención. Pero en éste no encontramos un tratado sobre el buen estadista y la buena política, sino más bien un panegírico al estilo de Plinio el Joven. Aunque en el contexto del momento ―sublevación de Cataluña y Portugal― se comprende su espíritu crítico ante la aberrante política de los gobernantes de su tiempo, y la necesidad de presentar un modelo de imitación al actual rey Felipe IV y principalmente a su valido, el Conde-Duque de Olivares.



Este breve tratado se consuma en una extensa dedicatoria al Duque de Nochera, príncipe italiano y virrey de Aragón, de quien fue confesor y protegido. La exaltación de Fernando II de Aragón va acompañada de un impresionante bagaje de conocimientos históricos sobre gobernantes de los tiempos más remotos de la Antigüedad clásica, hasta los antecedentes más próximos a Fernando. Es un repaso a la historia europea que refleja la sólida preparación cultural, histórica y literaria del religioso aragonés. El método es ir citando la galería de personajes como patrón de contraste con el protagonista de El Político.



Las citas explícitas o implícitas de autores clásicos como Jenofonte, Platón, Tácito, Séneca y Plutarco son abundantes, pero el género encomiástico más una intención muy diferente a la de los autores citados, le impide aprovechar esta oportunidad para elaborar un tratado de pedagogía moral y política ―como podría ser esperable en un hombre de su condición― a pesar del abundantísimo material del que dispone. Como en todos sus escritos el lector se deleita con su estilo, su ritmo, su erudición y su agudeza, pero conceptualmente el enriquecimiento es pobre, al menos desde el punto de vista estrictamente filosófico-político. Aunque estimo que un repaso tan denso en personajes y situaciones históricas ―si bien a veces con interpretaciones discutibles― brinda una gran ayuda para extraer conclusiones interesantes. No deja de tener siempre razón Tácito cuando afirma que de la historia siempre se aprende, también ciencia política.



En una ocasión pregunté al maestro don Álvaro d´Ors cuáles pensaba que eran las características principales de un buen gobernante. Me contestó lacónicamente: “una sola, la prudencia para elegir buenos asesores y colaboradores”. No es el momento de discutirlo, pero Gracián lo dice sobre Fernando: a sus ministros y consejeros tuvo “la prudencia de saberlos escoger, o la ciencia de saberlos hacer”.




     No Política, sino política, en toda su obra



De todas formas, a mi modo de ver, la lectura de la opera omnia de Baltasar Gracián produce un gran deleite, enseña a hablar y escribir de modo certero, preciso, agudo, con mucha concentración de sentido, como es propio de un conceptismo que huye del gongorismo de entonces. Pero late el espíritu de desengaño de su época, el escepticismo y la relativización de valores hasta entonces respetados. Divierte pero casi duele su ironía y sarcasmo. Es un profesor de moral que no enseña moral en sus brillantes y tan pulidos y trabajados escritos. Es más, manipula los valores morales en busca del éxito social. No debe sorprender que desconcertara y pusiera en guardia a sus superiores en la Compañía: trasluce una vocación literaria muy intensa, pero desconectada de su condición religiosa.



La posición desde la que parte es: “me he dedicado a observar a los hombres, sobre todo en su comportamiento social; he conocido y tratado grandes hombres, por tanto: compórtate como yo te digo y lograrás el éxito social, que es lo que más importa”. Incluso lograr posiciones de poder servirá para satisfacción propia, y para tener más ocasiones de brillar y agradar, sin hacer nunca una referencia a la oportunidad de servir desde la altura. Se advierte fácilmente que una propuesta de esta naturaleza en persona tan bien formada e inteligente tiene que proceder de una actitud desengañada, de ahí que más arriba hiciéramos una relación con el autor o relator del Libro de Qohélet.



Su prudencialismo táctico y conceptista, con el uso polisémico y aforístico, condice muy bien con un consejo de Plutarco a los reyes pero que él aplica a todo y sin citar al autor de la idea: dejar al lector con hambre de más, no prodigarse, darse y a la vez guardarse, así crecerá la estima y el deseo. En los trescientos aforismos o máximas que componen su Oráculo Manual y Arte de la Prudencia, logra magistralmente ese efecto. A la vez denuncian veladamente el fondo de sus intenciones, reseñadas anteriormente; espigamos aquí solamente media docena de sus consejos, pero significativos como una mínima muestra de sus consejos:



“No es necio el que hace una necedad, si no el que una vez hecha no la sabe encubrir”. Confirma que para él lo importante es lo aparente, lo mostrenco.



“Empezar con la conveniencia ajena para salirse con la suya”. ¿Y la lealtad?



“No acompañarse nunca de alguien que te pueda deslucir”. Los mediocres siempre lo han hecho.



“Saber valerse de los amigos”. El éxito social sirve para tener amigos que luego te puedan ayudar.



“Más vale no errar una vez que acertar cien veces”. Lo importante es quedar siempre bien ante los demás; el qué dirán, el prestigio, palabra peligrosa, de doble filo, que ha hecho tanto mal…



“Hacer, aparecer, quedar bien, pero no decirlo tú, sino lograr que lo digan los demás para no quedar como pedante”. El cortesano es experto en manipulación.



“Como existe el peligro de la envidia, para neutralizarla saber dejar ver tus defectos dulces, amables, no los más reales”. Todo es actuación ante un teatro mundano.


“No ser de cristal en el trato con los demás”. ¿La sinceridad no es una virtud?


Y quizás el más típico de sus consejos, que debe llevar a estar siempre en guardia, saber disimular: “Que nadie pueda nunca medir tu caudal”.


Nos quejamos del poco valor humano y ético de muchos políticos de nuestro tiempo, pero por lo visto no es difícil encontrar antecedentes del daño que puede hacer al bien común no comprender la misión de servicio a los demás que tiene no sólo la vida política, sino también cualquier puesto de dirección en las organizaciones humanas. Se advierte que el amor propio, el afán de quedar bien y agradar, el poder figurar, el sentir que se tiene al menos algo de poder, la auto-afirmación quizás a veces como superación de la propia inseguridad y un larguísimo etcétera de debilidades humanas, aconseja estar siempre vigilantes respecto a la rectitud de nuestras intenciones.


Puede parecer un tópico ya demasiado manido en programas como el del Instituto de Empresa y Humanismo, repetir e insistir que hay que saber para quizás subir y así poder servir mejor, acentuando el efecto multiplicativo de las personas de bien que además están  bien formadas. Pero ya se ve que incluso personajes tan brillantes como Baltasar Gracián, dedicados en principio a la enseñanza de la Moral y entregados al servicio de Dios y los demás, pueden adolecer de errores de enfoque y de faltas de rectitud de fondo; siempre según sus mismas palabras y consejos (de internis necque…). ¡Qué peligrosa es la palabra prestigio, a cuántos abusos y deformaciones inconfesas ―y a veces inconscientes― puede prestarse! Personas que se creen virtuosas, y que quizás hasta enseñan Tras la virtud de Macinthyre, pueden casi inocentemente caer en ese típico pecado de vanidad de quienes se creen “intelectuales” en una búsqueda patética del propio yo, pisando las cabezas de los demás para subir…, ¿a dónde? Aquí sí que habrá que citar a Ortega una vez más: “la vanidad es un residuo de infantilismo en la madurez”. ¿A dónde? A una regresión inesperada hacia atrás después de tanto haber querido avanzar en el camino de la virtud y el espíritu de servicio. Por tanto, sí, a nuestros alumnos hay que seguir insistiendo sin cansancio y sin pretensiones de originalidad:



Saber para subir, pero subir para servir mejor.

 

Ricardo Rovira Reich, presidente de CIVILITAS-EUROPA, agosto de 2016

No hay comentarios: