jueves, 4 de octubre de 2018

QUÉ SIGNIFICA LIBERTAD - Por RAFAEL ALVIRA

Rafael Alvira
En el uso más habitual, la palabra moderno se refiere a lo reciente y novedoso. Pero en la historia del pensamiento también ha servido para denominar un estilo cultural, algunos de cuyos rasgos son el afán de cambio, el vanguardismo y la moda. En este último sentido, ha habido modernos muchas veces en los siglos pasados y sobre todo a partir de la primera gran teorización de lo moderno llevada a cabo por la sofística griega en el siglo V a.C.

Con todo, el rasgo más distintivo de lo moderno es la posición central que la libertad tiene en él y la manera peculiar en que es entendida. Al respecto, no hay duda de que en la modernidad occidental, que hace su gran irrupción a finales del siglo XVIII, esa libertad juega un papel particularmente preponderante, y que su presencia no ha dejado de aumentar social y culturalmente en los últimos siglos hasta nuestros días.

Lo más esencial del “planteamiento moderno -en el sentido de reciente y actual- de la modernidad cultural”, es la profunda relación que establece entre libertad y progreso, que se convierte en el eje sobre el que esa citada modernidad va a intentar justificarse como filosofía y como proyecto político. Al comprender el concepto de libertad como un poder que es capaz de cambiar la realidad y que, más aún, aspira incluso a dominar plenamente los condicionamientos que le puedan afectar, esa modernidad se vuelca necesariamente en dos direcciones: el futuro y la inteligencia técnica.

En efecto, el pasado es inamovible en cuanto pasado, y, en ese sentido, necesario; ya ha sido y ha dejado su huella. El presente, por su lado, implica la presencia, la contemplación -no hay presente sin presencia- y, en consecuencia, es esencialmente eterno, saca fuera del tiempo. Un presente puramente temporal no puede ser más que el punto límite entre pasado y futuro, lo cual en la existencia humana no se da más que como decisión: la decisión es puntual. De ahí que cada decisión marque un pasado y un futuro en nuestra vida. Y de ahí también la relevancia fundamental de la relación entre nuestro presente eterno -el amor contemplativo y el pensar- y nuestro presente temporal, nuestras decisiones. Toda la vida de cada persona depende de que sepa comprender bien ambos planos y -arte difícil- que sepa combinarlos adecuadamente.

Si el pasado es necesario, y el presente eterno saca del tiempo, la libertad moderna en sentido cultural, es decir, la libertad comprendida como autónoma, independiente, absoluta, poder puro, no puede consistir más que en el ejercicio de una continua decisión hacia el futuro. Ahora bien, si el futuro estuviera predeterminado por el pasado o por una eternidad que nos arrebata, indisponible, entonces la libertad no podría ser un poder absolutamente primario, que es, sin embargo, y sin duda, la idea moderna de libertad. Por tanto, ser libre para la modernidad no puede significar más que tomar decisiones que generen lo nuevo. El trabajo de la libertad consistirá por tanto en ir generando novedad, despegándose cada vez más de todo pasado y todo presente eterno, para dominarlos y, en el límite, anularlos. Y a esto se le llama progreso, esta es la idea moderna de progreso. Por tanto, ni la libertad moderna y actual se puede entender sin él, ni él sin esa idea de libertad absoluta, independiente y autónoma que es un puro poder.

Es claro que esta concepción plantea dificultades, y una primera que aquí se puede reseñar es qué sentido tiene en ella la expresión yo soy. En efecto, esa expresión encierra el núcleo de lo que entendemos por identidad, por el nombre del ser humano, y la cuestión es si el yo soy es constante y supone por tanto una excepción a la tesis del cambio continuo y la constante creatividad, propias del progreso. Se trataría además de un problema serio pues es difícil concebir una libertad sin un yo soy que la encarne –en realidad, no se puede distinguir entre libertad y yo soy- y la consecuencia es que todo acto de la creativa libertad se realiza sobre la constancia y “anterioridad” del yo soy.

A este problema se puede responder con la paradoja del anarquismo: no se acepta ningún poder que restrinja la libertad absoluta, ni siquiera el poder de la lógica que empuja a preguntarse si hay constancia o no en mi ser. La afirmación absoluta del poder de cada uno implica la necesaria negación del poder de unos seres sobre otros, lo cual es sin duda paradójico, dado que todo poder se ejerce necesariamente sobre otro; pero además, la negación del poder de la razón sobre mí mismo. Como es sabido, quien vio esto con toda claridad, en la estela de la antigua sofística, fue Nietzsche La única solución para salvar la “libertad moderna”  es renunciar a la seriedad, pues la seriedad implica la realidad de lo eterno.

Pero, de otro lado, si alguien contesta en serio a la pregunta: ¿quién eres?, simplemente con la respuesta “yo soy”, será tomado por un loco o por un Dios. Fue precisamente esa la respuesta que, según la tradición bíblica, le dio Dios a Moisés cuando éste le preguntó por su nombre: “Yo soy” es mi nombre, dijo Dios. Pero si lo dice un ser humano, la respuesta se considera verdadera pero insuficiente. Sin duda, el “yo soy” es lo más relevante de nuestra identidad, pero a nosotros no nos basta, necesitamos predicados: yo soy español, madrileño, profesor, futbolista, etc.

Ahora bien, para la filosofía del progreso puro ninguna de esas respuestas vale, por la sencilla razón de que se refieren a un presente y a un pasado. El “yo” ya está, el “ser” también, y los predicados también. Si acepto que yo efectivamente soy y soy así, no dejo paso al futuro y la novedad puras. El “yo soy x o y” es en todo caso un paso en el camino, pero, sobre todo, un señuelo que me paraliza. Se puede decir por tanto que la filosofía del progreso implica -de modo cuasi-místico- el olvido de sí, de mi “yo soy x”, para abrirse plenamente a la libertad de la aventura. No sabemos lo que vendrá, y eso es lo emocionante. Y si algo parece salir mal, ensayamos otro camino y ya está. Es el pragmatista y tan estadounidense “trial and error method”, el método del “ensayo y el error”. No “entregamos nuestro yo”, como en la mística clásica, para recuperarlo con mayor altura, sino que él simplemente no juega ningún papel teórico en el sistema. Existe sólo puntual y transitoriamente.

En resumen, y en relación con las que, a mi juicio, son las dimensiones fundamentales de toda sociedad (cfr. “Intento de clasificar la pluralidad de sistemas sociales, con especial atención al Derecho”. En “Persona y Derecho”. Pamplona 1995) las consecuencias de la filosofía del progreso son:

Desde el punto de vista de los “transcendentales sociales” (civilización, historia, educación, cultura):

- La civilización no es un orden de la sociedad que se construye desde principios  fundamentales válidos para cualquiera de las formas variables de ella, sino que es producto inventivo de cada momento y lugar. La tradición no es elemento esencial, puesto que producto del pasado; y, por la misma razón, se relativizan los “derechos adquiridos”.
- Por Historia podemos entender la historia humana y la historia natural. Ambas son consideradas mera condición. El programa LGTB se pretende justificar aquí.
- La educación se propone principalmente ayudar al alumno a adquirir destrezas que le sirvan para producir. La imagen del hombre depende siempre del avance en el que estamos.
- La cultura es una palabra vacía, porque cultura es cultivo, y este no se puede dar sin la atención y el cuidado propios del amor verdadero, el cual implica permanencia, del ser y de la actividad queridos: quien ama quiere la permanencia del ser querido.

Desde el punto de vista de las categorías sociales (hábitat, economía, derecho, política, ética, religión):

- En lo religioso: Un Dios personal tiene que existir eternamente y ser padre. Pero todo eso contradice la libertad absoluta de cada uno, así es que no podemos aceptar tal hipótesis.
- En lo ético: no puede haber criterios éticos ya dados que me fuercen a actuar de un modo determinado. No queda más que el humanitarismo, una bondad meramente sentimental.
- En lo político: No hay libertad absoluta sin igualdad total, pues toda desigualdad puede amenazar mi libertad. Pero dada la imposibilidad de construir las dos al tiempo, hay que dejar la libertad en la esperanza de que se vaya generando la igualdad, lo cual sucederá en el infinito de la riqueza (en el infinito no hay diferencias).
- En lo jurídico: Sustituye la legitimidad por la mera legalidad. El derecho no se basa en la justicia, sino en la ley establecida y en la conveniencia.
- En lo económico: Una filosofía del futuro novedoso lo juega todo a la creación de riqueza. Pierde sentido el ahorro y lo gana el crédito. El problema de la deuda se convierte en prácticamente irresoluble hasta que se alcance la riqueza infinita.
- En lo relativo al hábitat: Se relativiza el espacio y desaparece la noción de casa, familia, hogar.

De todos los puntos señalados, el que marca de modo fundamental la diferencia con respecto a una filosofía de la identidad es este último. Sin casa no hay identidad. Casa del cielo, de la familia terrenal, de la ciudad, de la empresa, etc.

Es decir, el “yo soy” antes mencionado implica siempre un predicado, y él es el lugar en el que soy: soy en tanto que “hijo de”, español, cristiano, profesor, etc.  Cada uno de esos lugares lo son de verdad tanto más cuanto más los amo, y los encarno como propios: de esa manera me identifican. Puede parecer extraño que se diga “el lugar en el que yo soy”, pero es que, dado que no es posible ser más que en relación a otro, la apertura al otro implica que cada uno es en un lugar.

El espacio es luz y es un conjunto de lugares. Espacio significa que hay varios “puntos” simultáneos, distintos, “separados” y relacionados, o sea, unidos en su “separación”. Y como existir es siempre “ser ante otro y relacionado con él”, cada vez que se establece una relación se enciende una luz, un espacio, que es primariamente transcendente, es decir, una palabra: toda relación verdadera es una luz, una situación en lugar y una palabra, que expresa el modo de la relación.

Quien quiere encarnar plenamente la filosofía del progreso no puede evadir, a pesar de los pesares, el tener al menos una cierta identidad, a saber, la de ser libre y progresista. De esa identidad no se puede librar, aunque un pensador radical responderá que con el avance tal vez cambiemos nuestro concepto de libertad y de progreso. Quien dice eso no tiene ninguna prueba empírica que lo justifique y, por tanto, lo afirma con un tipo de conocimiento que llamamos fe.

La modernidad no es sólo una filosofía, sino también una religión, que cree en algo que irá apareciendo y que no sabe lo que es. A no ser que el citado pensador sostenga que ni siquiera tiene fe, sino que le da todo lo mismo. En ese caso, se puede decir que es una persona que conoce bien su insuficiencia y que no se da cuenta de que tanto la idea como la experiencia de insuficiencia carecen de sentido sin la suficiencia. Es decir, quien dice que le da igual de todo ha colocado su juicio como suficiente, lo que, como es obvio, le imposibilita para avanzar hacia la suficiencia.

Se trata por tanto de una paradoja: en el progresismo se afirma rotundamente la libertad absoluta de cada individuo, al precio de aceptar que no sabemos lo que va a pasar y que tampoco nos importa en el fondo -la seriedad no se acepta- pues al no creer en la identidad, tampoco podemos creer en la identidad del concepto de libertad. Por el contrario, lo que podemos llamar concepto clásico de libertad, sobre todo en su formulación inspirada en el cristianismo, pone todo el acento de la libertad en el logro progresivo de la identidad y es absolutamente antitético al concepto moderno. En el concepto clásico-cristiano somos esencial-, naturalmente libres según un modo, una medida. Y somos libres en dos sentidos: uno, porque nuestra medida es un modo de ser libre; y otro, porque podemos rechazar el ser libres según esa medida. Ahora bien, si no desarrollamos nuestra libertad según ella, no alcanzamos la plena libertad. Según la interpretación habitual del famoso dicho de Píndaro, “tenemos que llegar a ser lo que somos”.

La confusión entre ambas concepciones, tan habitual hoy -sobre todo después del Vaticano II- en muchos ambientes cristianos, confusión gracias a la cual por fin al parecer ya todos somos lo único que se puede ser, a saber, “modernos”, me parece un error de bulto, político, filosófico y religioso, que es el germen principal de los grandes problemas de la cultura y la civilización actuales.

Si Sócrates nos pide que “nos conozcamos a nosotros mismos” es porque sabe que conocer con verdad da la libertad sobre lo conocido; por consiguiente, el conocimiento identitario da la libertad sobre sí mismo: el autoconocimiento concede la máxima libertad. Por eso quien se conoce a sí mismo se eleva al rango de la divinidad, cuya “definición” es precisamente la del ser que es dueño de sí. Pero ese autoconocimiento es imposible de lograr sólo por la vía teórica, y por eso en el Cármides platónico se lee que hace falta pasar al conocimiento del bien y el mal para autoconocerse. Justo lo que les dijo la serpiente a Adán y Eva: seréis como Dios si conocéis el bien y el mal.

Pero el modo en que encara el tema Sócrates es muy diferente al de la serpiente. Pide el Sócrates platónico que vayamos conociendo el bien y el mal a través de la obediencia a la realidad: estudiarla -mirar con amor es lo que significa estudiar- para ir aprendiéndola por medio de la adquisición de las virtudes morales o éticas. Tenemos pues  que aprender a ser divinos -a conocer el bien y el mal- siguiendo el modo que Dios nos ha preparado para ello: obediencia a la realidad y adquisición de la virtud. Y, en efecto, cada virtud nos concede un “trozo” de libertad, ya que ésta tiene tres dimensiones constitutivas: actividad -“energía-”, apertura, posesión. Somos tanto más libres cuanto más activos, abiertos y posesores somos. Ahora bien, sólo las virtudes nos ayudan a avanzar en ese camino.

Aristóteles completa la explicación de esa ética con la insistencia en varios detalles, uno de los cuales es que la raíz de todas las virtudes es el amor. Quien quiere mejorar lo hace porque ama la perfección. ¿Por qué la perfección? Porque sólo se puede amar algo que conoces ya y que lo quieres adquirir para incorporarlo a tu vida. Toda virtud es una medida, es un límite. La virtud excluye la infinitud cualitativa. Se puede potenciar cuantitativamente, pero siempre es la misma. Mismidad es identidad.

Así pues, lo que nos hace libres, según esta filosofía, es la virtud, la posesión de los hábitos teóricos, éticos y técnico-artísticos. Pero una desconexión de esos saberes me impediría la posesión de mí mismo, pues sin unidad no hay poder ni posesión. Por tanto, la “virtud perfecta” se engendra en la posesión de los saberes, y en la relación adecuada entre ellos. Ahí se alcanza la identidad más plena, y la máxima libertad, pues me parezco a Dios. El cristianismo añade que efectivamente la fe en Jesucristo me permite avanzar en esa libertad, dado que se ofrece una esperanza concreta, la cual no puede estar en la filosofía de la apertura infinita. Los “heroicos furores” de Giordano Bruno no ayudan a vivir.

No se puede ser libre en la inseguridad. La filosofía del puro progreso, en la medida en que confía en un futuro permanentemente abierto, impide que el ser humano pueda sentirse seguro. Por el contrario es en la identidad, en la casa, donde la plena confianza me da seguridad y, por tanto, libertad. Y además paz para el espíritu.

El mundo de hoy, marcado “culturalmente” por el progresismo radical, pone toda su fe en el crecimiento continuo de lo instrumental -no hay límite, fin final, perfección-, sino que todo es instrumento para lo “próximo”, y se convierten por tanto los procedimientos en la clave organizativa de la vida. Nuestra sociedad, en la que ya todo va convirtiéndose en progresista, pone el poder económico en manos de los gestores de las Organizaciones y de los Bancos; el poder mediático en manos de expertos en comunicación que “compran contenidos”; el poder político en manos de especialistas en el “juego político”. Cuenta primariamente en todos los casos el procedimiento para conservar el poder y, presuntamente, progresar.

La solidez de las tres grandes columnas de toda verdadera sociedad -familia, centros de educación e iglesia- es considerada impedimento para el progreso -así fue afirmado ya explícitamente desde la Revolución de finales del XVIII- y en consecuencia, puesto que no es fácil arrancarlas de golpe, hace falta instrumentalizarlas. Las familias se rompen, las instituciones educativas se convierten en meros centros de generación de futuros agentes económicos, y la iglesia es deliberadamente atacada para ser sustituida por una religión civil útil al progreso.

El resultado está a la vista: decepción progresiva y tristeza de la gente, unidas al poder totalitario de las instituciones económicas, mediáticas y políticas, que además de ser totalitarias, o más bien por serlo, se erigen en sustitutas, respectivamente, de familia, centros de educación e iglesia. Las familias son sacrificadas en el altar del progreso mediante la desconexión del trabajo de marido y mujer, junto al menosprecio de la fertilidad, más todo un sistema de persecución sistemática de la institución misma; los centros de verdadera educación son sacrificados y sustituidos por lo que al parecer facilita el progreso, a saber, unos medios de comunicación de masas con técnicas retóricas de sugestión y frecuente superficialidad, unidos a una organización del sistema de enseñanza hecho con espíritu meramente economicista; por último, el Estado Democrático, también en nombre del progreso, se ha convertido en el sustituto de Dios -como ya vio bien Hegel-, cuyo culto es la Religión de la Humanidad, el “humanitarismo”.

El espíritu fundacional de esta Universidad no deja lugar a dudas: la casa, la familia, es un espíritu materializado de formas diversas, pero central. El Fundador quería que en esta Universidad, en primer lugar, la gente encontrara su casa, una realidad más espiritual que material, cuyo peligro es ser sacrificada en el altar de la gestión. Después, que, como centro educativo, cumpliera con la enorme responsabilidad de proporcionar a los alumnos unos verdaderos maestros, que son como “segundos padres o madres”; para el Fundador carecería de sentido lo que hoy es común en las Universidades, a saber, que -aunque no se diga así- ya no hay maestros, sino meros profesores empleados a sueldo de los gestores, una dolorosa figura hoy ya muy real en el mundo. La religión, por último, como pide el cristianismo y lo entendió de modo tan profundo San Josemaría, no se debería imponerse en lo más mínimo, pero tampoco ser colocada sólo como una mera oferta de “servicios religiosos”, sino que, como es normal,  éstos se ofrecieran, pero luego, según el espíritu fundacional, los maestros y todos los miembros de la dirección y administración de la Universidad impregnaran cada uno en la medida de sus  posibilidades, su trabajo con el espíritu de la Verdad.

Un ambiente así es necesariamente de libertad y de paz. De paz porque el amor es conservador, quiere cuidar al ser querido. Y de verdadero avance del saber, porque sólo el amor es inventivo para el bien y la mejora de la Naturaleza misma, de los seres queridos y del bien común general. Inventar así es avanzar con sentido; lo otro es mero progreso. Ese amor conservador e inventivo construye en el alma una seguridad libre que es una libertad segura, una serena paz unida a la continua mejora y avance que perfecciona nuestra identidad. En esa identidad se es libre.



C.M. Belagua/C.M. Mendaur
Apertura de Curso 2018-19
Pamplona, 18 de septiembre de 2018




 


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