lunes, 27 de marzo de 2017

EL CRISTIANISMO Y LA MUJER - Por Gastón Escudero Poblete

Isabel la Católica
El pasado 9 de marzo, en el programa “Las cosas por su nombre” de Radio Agricultura, la conductora Nicole Rodríguez comentó que “históricamente las religiones han tenido un papel fundamental en relegar a las mujeres”, y el conductor Fernando Villegas ahondó: “por ejemplo, en la cristiandad la mujer era una fuente de pecado… la veían con mucha sospecha… y en muchos momentos se discutió si tenía alma, si era como un animal cualquiera… esa es la cristiandad”.

La verdad es que esa NO es la cristiandad. Sin duda muchos cristianos han cometido errores en esta materia, pero juzgar al cristianismo por “algunos” errores de “algunos” de sus miembros, es injusto. Veamos por qué.

El cristianismo comienza con la intervención de una Mujer: Dios Hijo viene al mundo encarnándose en el vientre de María previo consentimiento: de su “” al anuncio del ángel depende la salvación del género humano. La Iglesia siempre ha proclamado la grandeza de María, al punto de reconocerla como Inmaculada Concepción, es decir, que al ser concebida quedó exenta de inclinación al mal y fue siempre plenamente libre, siendo por tanto el ser humano más perfecto que haya existido y existirá. ¿Ha generado el occidente moderno ‒referente desde el cual se juzga el trato a la mujer en la historia‒ algún relato o título que manifieste tanta magnificencia respecto de una mujer (o de un hombre incluso)?


Veamos ahora qué nos muestran los Evangelios en cuanto a cómo Jesús consideró y trató a las mujeres. Realizó Su primer milagro por petición ‒prácticamente una orden‒ de su Madre, conducta que refleja la sujeción que siempre practicó con Ella. En otra ocasión no tuvo reparos en conversar públicamente con una mujer (los rabinos no trataban públicamente a las mujeres) que, además, era samaritana (los samaritanos y los judíos no se trataban) y convivía con su sexto “marido” (que no era tal, y probablemente los anteriores tampoco); cuando los discípulos lo vieron se extrañaron sobremanera porque esta actitud constituía un cambio radical respecto de la costumbre judía. Este cambio fue reafirmado más tarde cuando un grupo de hombres influyentes presentó a Jesús una mujer sorprendida en adulterio y le preguntaron si correspondía aplicarle la pena que Moisés prescribía para tales casos: matarla a pedradas. Ellos sabían que Jesús no lo permitiría y por eso fabricaron la escena, “para tener de qué acusarle”, como efectivamente hicieron llegado el momento. Pero Él desnudó su hipocresía (“el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”) con tal majestad que la mujer fue dejada en paz, y a continuación restituyó su honor declarando perdonada la falta.

Son numerosos los ejemplos de la consideración que Jesús tenía con las mujeres: se compadeció de una viuda resucitando a su hijo; aceptó públicamente el homenaje que le rindió una prostituta derramando perfume en su cabeza (y en casa de un fariseo); entre sus amistades estaban las hermanas Marta y María, en cuyo hogar acostumbraba a retirarse para descansar; un día sábado curó a una mujer provocando el enojo del jefe de la sinagoga; recién resucitado, una mujer ‒María Magdalena‒ es la primera de sus discípulos a quien se aparece.

En cuanto a sus enseñanzas, Jesús dejó claro que la mujer tiene igual dignidad que el hombre. En una cultura que permitía a los hombres abandonar a sus esposas, condenó el divorcio afirmando que el hombre que repudia a su mujer y se casa con otra comete adulterio (cosa grave, pues para los hombres adúlteros el castigo también era la muerte). En otro pasaje hila aún más fino al enseñar que quien mire a una mujer deseándola (no pone como requisito que esté casada) “ya ha adulterado con ella en su corazón”; a oídos de los judíos que le escucharon debe haber sonado más o menos así: “el que mira a una mujer deseándola merece la muerte”. Dura lección para nuestra cultura que, mientras se llena la boca ensalzando a la mujer, no tiene escrúpulos en usar su imagen como gancho para vender cuanta tontera se les ocurra a los publicistas.

Sin duda la defensa de la dignidad femenina contenida en el cristianismo contribuyó a que desde el comienzo muchas mujeres adhirieran a él con una convicción que no se ve en otras religiones: no pocas renunciaban al trato con hombres (las “vírgenes”) o murieron mártires. Cuando a principios del siglo IV los “padres del desierto” abandonaron las ciudades para retirarse a vivir solitariamente en contemplación, hubo mujeres que siguieron su ejemplo (se les llama “madres del desierto”). En la misma época, en las ciudades, hubo mujeres que se unieron para vivir en comunidad tanto para practicar la ascesis cristiana como para protegerse de “los gravísimos peligros que les amenazaban de todos lados en la corrompida sociedad romana” (en palabras de Pio XII), lo cual marca el inicio del monacato femenino y muestra que el cristianismo desde muy temprano creó espacios de protección para las mujeres.

En la Edad Media los monasterios fueron no sólo comunidades de vida cristiana sino centros culturales: allí se conservaron y tradujeron muchas obras científicas y artísticas de la Antigüedad cuando no existía la imprenta y las reproducciones de libros se hacían a mano. ¡Cuánto debe Occidente a la labor de esos monjes, hombres y mujeres! En cuanto a éstas, nunca se sabrá cuántas hubo que, sin vocación religiosa, se refugiaron en monasterios escapando del sometimiento a sus padres o de eventuales maridos, o para desarrollar sus inclinaciones intelectuales o artísticas (“desarrollo personal” en terminología moderna). Muchos monasterios femeninos eran gobernados exclusivamente por una abadesa, incluso hubo órdenes mixtas en que la potestad de la abadesa se extendía a la sección masculina. ¿En qué otra parte del mundo que no fueran estos centros de vida religiosa las mujeres tenían la posibilidad de apartarse de los hombres para vivir bajo el gobierno de una de ellas?

En la misma línea se inscribe el fenómeno del movimiento “beguino” que se originó en el siglo XI y se extendió por Europa central y occidental: mujeres cristianas se asociaban para dedicarse al estudio y ayudar a desamparados, enfermos y ancianos. Trabajaban para mantenerse y conservaban la libertad para abandonar la comunidad y casarse cuando quisieran.

Es así como a lo largo de dos mil años, el cristianismo ha promovido el florecimiento de genios femeninos que difícilmente se hubieran desarrollado sin él. ¿En qué otro contexto que no fuese un monasterio cristiano hubiese podido florecer en el siglo XII una Hildegarda de Bingen, quien practicó con singular talento la poesía, la medicina, la composición musical y la literatura, a la vez que ejercía como abadesa primero y fundadora de un monasterio después, y que mantuvo contactos con las personalidades políticas más importantes de su época? ¿De qué otra manera Clara de Asís, en el siglo XIII y con dieciocho años, hubiese podido huir de la autoridad paterna para convertirse en iniciadora de una orden a la que durante ocho siglos han pertenecido miles de mujeres?

Lo mismo puede decirse de Teresa de Lisieux, niña tímida y enfermiza, que a fines del siglo XIX vivió nueve de sus veinticuatro años encerrada en un convento. ¿Acaso los espacios creados por la liberación femenina del siglo XX la hubiesen acogido, valorado su aporte y dado a conocer al mundo entero como lo ha hecho la Iglesia Católica nombrándola “Doctora de la Iglesia”? Algo parecido ocurrió con Rita Francis: hija de madre pobre, sin padre y adolescente enfermiza, ingresó a la orden fundada por Clara de Asís adoptando el nombre de Angélica. En 1981, a sus 58 años, con sólo doscientos dólares y desde el garaje del convento que ella misma había fundado, dio inicio a una estación de televisión que con el tiempo se convirtió en EWTN, que hoy llega a 148 millones de personas en 144 países. Su programa “Madre Angélica en Vivo” se convirtió en uno de los más vistos de Estados Unidos a pesar de que no tenía más atractivo que una monja ya vieja hablando de Dios.

Pero más allá de todo lo dicho (y mucho más que no digo por falta de espacio), está el hecho de que durante dos mil años millones de hombres han tratado a sus esposas y a otras mujeres mejor de lo que lo habrían hecho si no hubiesen adherido a las enseñanzas de Cristo. En mi opinión esto vale mucho más que el derecho a voto femenino, sin desmerecer esto último. Es cierto que el cristianismo no cambió de inmediato la condición social de las mujeres, pero Dios no actúa así: habitualmente lanza la semilla y deja que los seres humanos la hagan germinar. Sin embargo, resulta muy revelador que donde hoy más se reconoce la dignidad de las mujeres sean países de antigua raigambre cristiana, lo que me lleva al convencimiento de que sin ésta las “conquistas sociales de las mujeres” no hubieran ocurrido.

Por lo mismo, a medida que en esos países se abandona el cristianismo, la consideración de la mujer va adquiriendo extraños perfiles, generando una situación que ha llevado a un filósofo católico a afirmar: “el mayor peligro para el mundo hoy es la pérdida de lo auténticamente femenino”. Gracias al cristianismo y dentro de su ámbito de influencia la mujer es hoy más valorada, pero fuera del cristianismo tanto la mujer como el hombre verán siempre en riesgo el respeto a su dignidad.

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