martes, 3 de febrero de 2015

ATENIENSES O ACREEDORES - Por Ricardo Calleja Rovira

Y en cuanto a la nobleza de conducta, diferimos de la mayoría en que no adquirimos amigos recibiendo beneficios, sino haciéndolos; pues el que ha hecho el favor está en situación más firme para mantenerlo vivo por la amistad que le debe aquél a quien se lo hizo, mientras que el que lo debe tiene menos, ya que sabe que ha de devolver el buen comportamiento no como haciendo un beneficio, sino como pagando una deuda. Y somos los únicos que sin poner reparos hacemos beneficios no tanto por cálculo de la conveniencia como por la confianza que da la libertad
(Discurso funerario de Pericles, en Tucídices, Las guerras del Peloponeso, n. 40)


Syriza ha ganado las elecciones en Grecia y baja la bolsa. En torno a los problemas políticos y económicos que rodean a estos hechos hay dos narrativas principales (la de los ciudadanos griegos que recuperan la soberanía y la de los acreedores internacionales que quieren ver pagada su deuda) y una que echo de menos y que quiero proponer: la que se deriva de considerarnos conciudadanos atenienses.
La primera narrativa es la que se ha impuesto entre los votantes griegos, como no podía ser de otra manera: el relato de la soberanía perdida y reclamada por los ciudadanos griegos frente a las condiciones impuestas por los acreedores de la troika. Dentro de ese marco la victoria de Syriza es una victoria de la democracia contra la oligarquía del dinero y la arrogancia alemana. Muchos aplauden desde fuera este discurso (al que no quiero calificar de “populista”, para no caer en maniqueísmos) porque piensan que este es el camino que deben seguir los países del sur de Europa para recuperar la justicia y -secundariamente- el crecimiento económico. Estímulos frente a austeridad. Democracia frente a poderes financieros internacionales. Justicia frente a opresión. Es el discurso de los ciudadanos griegos. El problema es que cuando uno se endeuda pierde la soberanía: deja de mandar la lógica de lo público, y se instala la lógica de lo privado. Y endeudarse para recuperar la iniciativa política no hace sino empeorar el problema a medio plazo. La soberanía es un juego de espejos.
La segunda narrativa es la que domina entre los acreedores (que somos todos los demás) y quizá entre la gente “seria” (pero ya digo que no quiero ser maniqueo): Grecia debe devolver la deuda, y amagar con no hacerlo o no seguir con las medidas necesarias para poder pagar desestabilizará los mercados, y hará imposible que Grecia se financie en el futuro. A lo que se añade, de modo secundario, un principio de justicia básico: quien la hace la paga (“pacta sunt servanda“). Hay incluso un argumento general sobre la política económica (la famosa austeridad y reformas) y la conveniencia de un bajo o nulo nivel de endeudamiento por parte del Estado. Solo que muchos de los que defienden esta política son los mismos que hincharon la burbuja del crédito a mucha honra o al menos no supieron detectar el problema a tiempo. Es el discurso de los acreedores europeos e internacionales. El peligro de este discurso es que se exasperen los ánimos y se rompa la convivencia. La democracia solo funciona con una cierta igualdad socio-económica. Es decir: allí donde nadie debe mucho a nadie.
La tercera narrativa es la de los ciudadanos atenienses, tan bien representada por el discurso de Pericles arriba citado, que reivindica la liberalidad y la confianza más allá del cálculo de conveniencia, como fundamento para una auténtica conciudadanía. Esta tercera perspectiva consiste en afrontar los hechos a los que nos referimos desde la perspectiva de que somos conciudadanos de los griegos, y no solamente sus acreedores. Cuando digo que debemos ver la situación griega como conciudadanos atenienses, evidentemente por Atenas no me refiero a una localización geográfica, sino a una idea.  Los griegos no son simplemente nuestros deudores, a quienes debemos pedir que paguen su deuda si quieren que sigamos haciendo negocios con ellos. Pero tampoco son un “pueblo soberano” que pueda decidir su futuro, como si no estuviéramos implicados, más allá del evidente compromiso de devolver el dinero. Lo que pase en Grecia nos afecta, no solo en los bolsillos, sino también en la configuración de nuestras relaciones mutuas, dentro de cada país y hacia afuera, particularmente entre las naciones europeas entre sí.
Dentro de esta perspectiva resulta relevante que la deuda griega la tienen ahora sobre todo los gobiernos de los países de la Unión: no es una deuda puramente privada. Aunque hay todavía una parte que está en manos de inversores internacionales, que en absoluto son conciudadanos ni tienen ninguna intención de sumarse a este relato. El problema es que se nos está contagiando su narrativa, proclamada a los cuatro vientos por la prensa financiera y los opinadores económicos, de modo que nos comportamos -las opiniones públicas, o al menos los opinadores- como si fuéramos acreedores privados. Por eso creo que el primer paso para resolver la crisis griega sería pagar la deuda con los inversores internacionales, para así sacar a Grecia y al euro del punto de mira de los mercados. Imagino que es lo que pasará: los inversores no cedieron en la última negociación sobre la reestructuración de la deuda griega, y supongo que esperan que los gobiernos europeos o la troika asuman tarde o temprano el monto total de lo que les deben los griegos. Esto podría ser el origen de los famosos eurobonos. Pero si llegan, ahí sí olvidaos de soberanías. De momento los acreedores hacen presión por medio de las agencias de valoración que amenazan con elapocalipsis (o mejor con el armagedón, que apocalipsis en griego solo significa “revelación”).
Una gran diferencia entre la lógica de la ciudadanía y la lógica de los acreedores es la de la percepción de la duración de la relación. Los acreedores quieren cobrar la deuda y volver a empezar de cero. A veces incluso prefieren una bancarrota y la liquidación de lo que sea posible, mejor que la incertidumbre y la falta de liquidez. Por el contrario la conciudadanía no es un contrato con fecha de caducidad (aunque es cierto que tampoco puede ser un vínculo indisoluble). Nuestra perspectiva no debe ser la de hacer reset con los griegos, sino la de reequilibrar la situación, concebida como un proceso dinámico. Mantenernos subidos a la bicicleta en marcha, intentando recuperar la velocidad de crucero y la estabilidad sin tener que echarnos al suelo.
Por supuesto, entre conciudadanos también hay justicia conmutativa, la que obliga a cumplir los pactos, y los griegos tienen obligaciones que no pueden obviarse. Sin el mínimo de la justicia es imposible el ideal de la amistad cívica, como explicaba Aristóteles a los atenienses. Además, más allá de clichés culturales, no se puede negar que existe una cierta responsabilidad colectiva de los griegos: es normal que tengan que hacer esfuerzos suplementarios.  No es solo una cuestión de mala gestión o de políticas corruptas de los dirigentes. Algo tienen que hacer como pueblo, como cultura. La cuestión de fondo tiene que ver con la justicia política, dentro de Grecia, entre Grecia y el resto de naciones europeas, y sobre todo entre los ciudadanos europeos entre sí (no la devolución de la deuda y la estabilidad de los mercados, aunque estos sean factores relevantes).
Por eso las reformas que se le piden a Grecia para seguir tapando su enorme agujero, deberían pasar a ser reformas políticas, reformas de la cultura política. No estoy muy informado del código penal griego, pero vistos los precedentes, supongo que no vendría mal endurecer las penas por delitos de corrupción. Pero las reformas van mucho más allá, y como conciudadanos atenienses estamos directamente concernidos. Grecia es un episodio más del proceso de integración europea, que implica -como explica Weiler- asumir la disciplina de ser un pueblo “de otros”, donde ya no decidimos todo por nosotros mismos. Claro que para que esos pasos se den de modo justo, es preciso que desaparezca la sospecha hacia la posición dominante de Alemania (o de los sucesivos ejes que pueda conformar). De otro modo el ámbito de las instituciones europeas jamás alcanzará carácter público, como reconocidos servidores del bien común, sino que será visto como estructura burocrática vidriosa al servicio de intereses particulares. Y la dialéctica entre lo nacional-político-público y lo europeo-particular-privado será inevitable, con consecuencias nefastas para el proyecto europeo, y para los propios proyectos nacionales, que no podrán evitar el ascenso de los populismos.
Ojo. Yo no defiendo la unión europea por principio y a cualquier precio. En el proceso de creación de la moneda única nos envolvimos en la bandera azul de Europa para lanzarnos a un proyecto común, a pesar de las evidentes limitaciones de la zona euro como zona de integración económica. Nos envolvimos con tanto entusiasmo que el paño llegó a taparnos los ojos ante la realidad de economías como la griega. Y esto no por imparcialidad, necesaria para la justicia, sino quizá más bien por entusiasmo, necesario para sacar adelante un proyecto político en beneficio… ¿de todos? Para que el proyecto pueda ser concebido como beneficioso para todos (como un bien común) debemos dar pasos adelante. El problema es que ningún político tiene definido en su “decreto de competencias” la de dar pasos adelante. Es preciso liderazgo, en sentido estricto: ir por delante abriendo camino.
Conste que tampoco creo que la justicia para los pueblos y la prosperidad económica se logren mediante la vuelta a formas cerradas de soberanía nacional. Entre otras cosas porque unas elecciones generales pueden servir para sacarse las ganas, pero no sirven para resolver todos nuestros problemas. Y aún pueden empeorarlos. El pueblo a veces se equivoca. El bien común de una nación aislada de las demás no es bien común, sino bien particular, como explica Álvaro D’Ors. El bien común de una nación en particular solo puede alcanzarse en concierto con el bien común de los demás pueblos. Ese discurso sobre el bien común europeo es lo que echo en falta, siguiendo la opinión de Jose M. Areilza.
La esfera de lo público (que los ciudadanos griegos han querido reactivar al elegir a Syriza, frente al dominio de la lógica privada de los acreedores) no se reconstituye sin más mediante las viejas estructuras de la soberanía nacional a golpe de elecciones. Salvo que uno se atreva a ser Corea del Norte y a practicar la autarquía.
Palabra griega por cierto, que era la característica propia de la polis: su autosuficiencia. Y que ya nadie con dos dedos de frente atribuye a ninguna comunidad política, ni siquiera a la griega.

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