martes, 4 de noviembre de 2014

LA CULTURA COMO CAMPO DE BATALLA

Marcelo Tinelli
Personalidad Destacada de la Cultura
Es preciso relacionar el galardón otorgado a Tinelli por parte de Mauricio Macri con la política cultural del Gobierno nacional, de la cual es, a la vez, su continuidad dialéctica y su efecto.

El concepto de cultura es de los más difíciles de definir. En más de un siglo de antropología y filosofía de la cultura, los intentos en este sentido se acumulan por centenares. Y no es exageración.

Dichas definiciones se ubican en un amplio espectro que va desde el conjunto de las obras del hombre (sean materiales o espirituales: ideas, creencias, símbolos, leyes, instituciones, relaciones, objetos, transformaciones del entorno natural) a las manifestaciones superiores de esas obras, tanto en el pensamiento como en el arte y la ciencia.

Cultura, por tanto, es todo lo que rodea al hombre. Pero también es lo mejor, lo más elevado de ese entorno. Precisamente por eso, el desarrollo de una cultura es un proceso lento, complejo, irregular, que no está sujeto a gobierno ni a planificación.

Todo poder político que busque una transformación profunda debe operar en el plano de la cultura, del cambio cultural. Así lo vio el canciller Bismarck a mediados de siglo 19 cuando declaró la llamada Kulturkampf (lucha cultural) contra formas tradicionales de la cultura y las instituciones del pueblo alemán, sostenidas y custodiadas por la Iglesia Católica. Su objetivo era despejar obstáculos para implantar de manera definitiva la supremacía del Estado nacional.

Es también lo que percibió Antonio Gramsci, al concebir una praxis revolucionaria comunista para Italia. Gramsci definió su técnica como “guerra de posiciones”: el objetivo era obtener una hegemonía cultural, disputándosela a instituciones tradicionales como la Iglesia o el Estado liberal, como herramienta para obtener el poder.

Confrontaciones

Todo poder político revolucionario (o con pretensiones en ese sentido) se presenta como una forma de contracultura. La cultura es, por ese motivo, un campo de batalla. De confrontación. Así lo ha entendido el actual Gobierno nacional, que ha destinado un volumen inusitado de recursos públicos para la producción, promoción y difusión de bienes culturales.

La iniciativa –si se limita el análisis a este dato– es irreprochable y merece todo el apoyo de la sociedad civil y las instituciones.

No obstante, la política cultural oficialista tiene otras características que no la hacen ni tan positiva ni tan edificante. Por un lado, su estructura es un sistema burocrático y prebendario cuyos recursos se absorben entre oscuros beneficiarios y plantillas desproporcionadas de empleados: ineficacia y corrupción.

Por el otro, la índole de los bienes culturales producidos y difundidos por el Estado responde a un proyecto de cambio cultural. Este cambio no pasa por la promoción de esa forma de cultura que reúne los logros superiores en el ámbito del pensamiento, las artes y la ciencia, sino por otra, delineada por usinas ideológicas, que subordinan la cultura a la política de facción. No es cultura, sino ideología.

Cabe preguntarse si el Gobierno nacional está teniendo éxito en su objetivo de transformación cultural. Hay que decir que cuando la cultura se presenta en formas alienadas, abstractas o contrarias a las valoraciones y preferencias de un grupo social, pasa a ser algo propio de minorías, de cenáculos. Va a ser raro que el canal Encuentro, aun con sus muchos méritos y su valor objetivo, penetre en la mayoría de los hogares del país. Será difícil que Paka-Paka pueda competir con otras señales destinadas al público infantil.

Pero, además, la experiencia histórica indica que los proyectos de cambio cultural rara vez cumplen sus objetivos. Es relativamente fácil destruir una cultura. No lo es tanto sustituirla por otra mejor. Los efectos a largo plazo de la Kulturkampf se vieron en el trágico siglo 20 alemán. Gramsci, impaciente, se quejaba de que lo viejo moría pero lo nuevo no terminaba de nacer. Y tenía razón, porque a pesar de haber contribuido con la destrucción de la vieja Italia, la cultura con la que había soñado nunca llegó. La revolución, tampoco.

En este contexto debe situarse el galardón otorgado por el Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires a Marcelo Tinelli como Personalidad Destacada de la Cultura. Más allá de la motivación estratégica del reconocimiento –que busca comprometer a Tinelli con la candidatura presidencial de Mauricio Macri– y de su índole sintomática –la degradación cultural de una sociedad en su conjunto–, es preciso relacionarlo con la política cultural del Gobierno nacional, de la cual es, a la vez, su continuidad dialéctica y su efecto.

Continuidad dialéctica, porque al ser un exitoso empresario de la comunicación y del entretenimiento, Tinelli se presenta como la antítesis del sistema cultural burocrático del Gobierno nacional, con lo que se infiere que la cultura sólo puede concebirse como actividad rentable.

Efecto, porque triunfando parcialmente al destruir el antiguo sustrato en su proyecto de cambio cultural, permite que el vacío creado sea ocupado por sucedáneos degradados de la cultura. El aparato kirchnerista es perfectamente funcional a Tinelli. Fracasa en generar una nueva cultura y es incapaz de impedir la hegemonía cultural de la que aborrece.

Tanto el “tinellismo” –sustituto de la cultura– como el kirchnerismo –sustituto de la política– forman parte de un mismo proceso de liquidación cultural que viene de décadas. Pero es evidente que quienes aspiran a ser la alternativa de gobierno en este país tampoco tienen interés en revertirlo.

*Profesor de Filosofía Política y Social 

No hay comentarios: