Se pueden distinguir dos categorías de líderes públicos, unos, según sean cargos de elección política o funcionarios de carrera; otros, según ocupen puestos de línea o de staff.
Por la naturaleza de la Administración Pública, sea cual sea la categoría del ejecutivo ha de saber actuar diríase con gradualidad y con oblicuidad; es decir abordar los cambios y programas gradualmente y actuar transversalmente en la estructura. La continuidad de los programas precisa de ambas para superar la inmediatez política y la rigidez procedimental.
En cuanto a las actitudes comunes a todas, son destacables, las variantes de la motivación patriótica y una leal discreción. Es compatible una gran apetencia por los cargos junto al desprendimiento de ellos. Suelen denominarse in-and-outers a aquellos líderes políticos que han alternado la dedicación pública con la privada; aunque en reducido porcentaje, su ejemplo es decisivo.
Ciertas cualidades innatas suelen acompañar a los buenos líderes políticos. Entre ellas quizás la iniciativa para actuar en incertidumbre, y despertar la confianza de los demás, tanto de colaboradores como de la ciudadanía. Son innatas ya que o se tiene un mínimo o no se desarrollan apenas. Partiendo de este, puede que se “contagien” de jefes anteriores, más que se desarrollen.
Centramos la atención ahora sobre los líderes públicos propiamente dichos: los ejecutivos de línea, tanto de elección política como de carera funcionarial.
Hamilton, uno de los Padres de la Unión, afirmaba que “Un gobierno con mala ejecución, sea lo que este sea en teoría, será en la práctica un mal gobierno”. Por lo tanto, para cumplir el programa electoral resulta decisiva la capacidad de colaboración y respeto a los respectivos ámbitos de los ejecutivos políticos y de los altos funcionarios.
Saber elegir personas es más difícil en la política pública que en la política de empresa. Supone distinguir muchos más matices de muchas más personas en menos tiempo, respecto a méritos específicos y afinidad política. Es clave acertar en unos 1.000 altos cargos ejecutivos.
El líder público necesita tener en cuenta un contexto mucho más amplio, entender el Derecho -Administrativo y el sectorial-, moverse dentro de cierto orden de valores, entender la Historia, la Cultura, respetar la memoria institucional y el sistema político de cada pueblo. Ir más allá del normativismo o del decisionismo -propios del funcionario o del ejecutivo mercantil- para considerar el orden institucional concreto. Saber manejar cuestiones del bien común que no se “producen” –no son un producto ni servicio- sino que solo se inducen.
Por todo ello, no les basta ser buenos técnicos, ejecutores o gestores (menos aún filósofos, sociólogos o economistas, que no tienen que modificar la realidad). Han de saber gobernar sensu stricto, servir, diseñar y dirigir proyectos y programas, trabajar por presupuestos, usar el control económico-financiero o con indicadores no monetarios, evaluar las políticas públicas, negociar, elegir socios, dirigir la comunicación, actuar con rígido orden de prioridad y con inusual transparencia.
Finalmente, para facilitar la dirección intelectual y moral, y el establecimiento de relaciones humanas de alta calidad, precisa mayor capacidad de reflexión y pensamiento que un directivo mercantil. Es insuficiente la mera ética personal, la ética de virtudes y de fines, precisa además, -según Rohnheimer-, la “virtud del actuar institucional”: la eticidad de los medios, de las configuraciones institucionales, de los procedimientos corporativos, sistemas de dirección y leyes que en sí mismas induzcan comportamientos éticos sociales al margen de la intención y actuación personal del político.
L. M. Calleja
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